La venganza de mi mujer ciega romance Capítulo 8

A Albina le dolían los ojos y se le saltaron las lágrimas en el momento en que su madre le cogió la mano.

Sonrió y miró a su madre, reconfortándola:

—Mamá, está bien. No me duele. Realmente no me duele nada.

Sra. Espina miró los labios de su hija temblando y se limpió las lágrimas. ¿Cómo no le iba a doler si acababa de dar un golpe tan fuerte? Todo era culpa de que su cuerpo que no estuviera a la altura y se hubiera contagiado de esa enfermedad.

Miró la maleta a los pies de Albina y remiró detrás de ella:

—Albina, ¿qué haces con la maleta? ¿Dónde está Umberto? ¿Por qué no vino contigo?

Albina se congeló por un momento. No se atrevía a decirle a su madre que ella y Umberto se habían divorciado.

—Te he echado de menos y quería venir a verte. Umberto… Umberto está ocupado con el trabajo. Me dejó abajo y se fue.

Sra. Espina la vio con la mala expresión y tiró de ella para dejarla entrar en la habitación. Albina se apresuró a dar dos pasos hacia atrás:

—Mamá, no hace falta. Ya estoy satisfecha de poder oír tu voz. Umberto no ha ido muy lejos. Le llamo abajo y le pido que me recoja para llevarme a casa.

Diciendo, ignoró la resistencia de Sra. Espina. Sacó su maleta y salió corriendo a toda prisa.

Sra. Espina miró a su espalda, con el rostro lleno de culpa. Su estado era inestable. Si se quedaba en la misma habitación con Albina, su hija no sabría dónde esconderse sin vista en caso de que enfermara.

Estaría bien que se fuera.

Albina salió con su maleta de la puerta de la residencia y se quedó muda al lado de la carretera. Ya no tenía casa ni lugar al que ir.

El mundo era grande, pero no había lugar para ella.

—Muévete, chica de delante. Aquí afectarás al tráfico.

Detrás de ella, se oyó el grito del guardia de seguridad. Albina se apresuró a apartarse para ceder el camino, disculpándose en voz baja.

El viento frío aulló y Albina se estremeció. Con cautela se dirigió a un pequeño rincón de la cabina de seguridad y se puso en cuclillas, enterrando la cabeza en las rodillas, tratando de calentarse un poco.

Miguel se sentó en el coche, mirándola acurrucada en el rincón, como una niña que se perdió. Su corazón fue picado con fuerza. Suspiró con impotencia y se apeó del coche.

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