Padre soltero busca niñera romance Capítulo 1

Con una hija pequeña sujeta de una mano y un tonto bolso amarillo con diseño de abeja colgado a su hombro, el brasileño empujó las puertas del hospital como alma que llevaba el diablo.

Tenía que ser una jodida broma, era el bendito cuarto psicólogo que visitaban ese mes y Cristo estaba a punto de perder el temple y enviar a su hija de cinco años a un internado en el extranjero, donde pudieran educarla y hacerse cargo de ella porque de verdad que él ya no podía más.

Había llegado a su propio límite.

Respiró hondo y se acuclilló en frente, la tomó de la mano e intentó no ver en esa dulce pequeña el vivo retrato de su madre.

— Salomé, basta, no puedes seguir haciéndome esto — la riñó como no solía hacerlo, y es que desde que ambos perdieron a la única mujer que sabía cómo hacerles la vida más fácil, la tensión entre padre e hija se había vuelto casi palpable.

La niña lo miró por un segundo con ojitos bicolores y suspiró, ignorándolo, sin comprender a su corta edad que toda aquella situación estaba superando al hombre que, pese a no haber sido un padre demasiado presente, la amaba más que nadie en la vida.

Cristo negó con la cabeza, resignado y mentalmente agotado.

— Se acabó, te irás a un internado — decidió sin más y se incorporó, cogió el móvil, buscó el número de su prima lejana y lo marcó; aceptaría su propuesta, y aunque le doliera, era lo mejor que podía hacer por ambos.

— Mami… ¿eres tú? — escuchó de pronto y, de no haber sido porque esa vocecita mágica no podría confundirla jamás, hubiese pasado completamente desapercibida. Colgó desconcertado y sin dar crédito a lo que había escuchado.

Se giró, nervioso, la pequeña se había soltado de su mano y por un segundo creyó que el alma se le saldría por los poros. En seguida, como un escáner humano, barrió el perímetro con sus ojos aceituna hasta que la encontró, a unos metros, aferrada a las piernas de una completa desconocida.

Pero… ¡¿qué carajos?!

Galilea abandonó la clínica con el corazón apabullado; hecho añicos muy pequeños y sin remiendo alguno. Lo había perdido todo de un momento a otro, y es que desde que la sangre manchó sus piernas con una amenaza de aborto, su marido ya le tenía preparado los papeles del divorcio.

— Te lo advertí, Lea… te advertí que si perdías a nuestro hijo te dejaría — le lanzó los papeles a la cara y la dejó allí, sola, desamparada y sin ayuda.

Recordó amargamente y miró de lado a lado… y ahora, ¿qué haría?

Que por allí ni se asomara, le había dicho el muy ruin, y encima, tenía un pagaré con el hospital que tardaría meses en saldar, eso, si encontraba un trabajo lo más pronto posible.

Con el semáforo todavía en verde y la advertencia de un auto próximo a arrollarla si no se detenía, una mano pequeñita se ató a la suya y la trajo de regreso a la vida.

— Mami… ¿eres tú? — la muchacha pestañeó y buscó con la mirada la portadora de aquella dulce voz.

Cuando la encontró, escondida entre sus piernas y con los ojitos bicolores más hermosos que jamás volvería a ver en su vida, el pulso se le disparó desmedido.

Sin poder evitarlo, dio un respingo y en seguida las lágrimas la asaltaron.

— Dios mío — musitó para sí misma, desconcertada… ¿cómo era posible?

Con las piernas temblándole cómo gelatina, sacó de su cartera las ecografías avanzadas que había obtenido de su bebé y miró a ambos rostros, primero uno y luego el otro. Retrocedió un paso y negó con la cabeza, no podía dar crédito a lo que sus ojos veían, era… ¿imposible?

Esa niña de ojitos dulces y su bebé de caramelo parecían ser la misma persona en años completamente distintos, pero a menos que creyese en el destino y fuerzas sobrenaturales, lo habría considerado posible.

Sonrió con ternura, afligida, mareada, el trauma le estaba haciendo ver cosas donde no las había. Se limpió el rastro de lágrimas con el dorso de las manos y se acuclilló todavía adolorida en frente de la pequeña.

— Yo no soy tu mami, cariño… ¿estás perdida? — le preguntó, tierna, tomando entre las suyas aquellas manitas que de pronto la hicieron sentir un poco menos miserable.

— No, mi papi está allí — señaló a un hombre que en un par pasos largos las alcanzó y le arrebató a esa pequeña muñequita de las manos.

— ¡Salomé… es que te has vuelto completamente loca! — clamó ese hombre grande que medía dos cabezas más que ella y la doblaba en peso.

Las dos se sobresaltaron al compás, para sorpresa de él.

La muchacha, indignada por la forma en la que le hablaba a su hija, lo encaró.

— Oiga, no se bruto y no le hable así, es una niña.

Cristo miró indignado a esa quien sea que fuera y convirtió su mano libre en un puño muy apretado, pues con la otra, sujetaba firmemente a su hija… ¡faltaba más! Una loca cualquier dándole órdenes, y encima, así le hablaba, a él, que nadie, jamás, ni siquiera una sola vez, le había gritado. ¿Quién diablos se creía que era?

— ¡Usted no me dirá cómo debo educar a mi hija! — gruñó, soberbio, gruñón.

— ¡Primero edúquese usted antes de traer hijos a este mundo que no sabrá cómo tratar!

El Oliveira abrió los ojos de par en par, pero que hija de…

— ¡No sea atrevida!

— ¡Y usted no sea un bruto!

Los dos se miraron con fijeza, soberbios, pulverizándose, allí, con una niña de cinco años en medio que pasaba de un rostro a otro tras el intercambio efusivo de palabras.

Palacios salió del hospital tras el bullicio y contempló la escena, pasmado, y es que el cuadro que había en frente de sus ojos, por loco que pareciera, resultaba extrañamente familiar… aunque ese par ni se conocieran.

— Cristo, hay un psicólogo que quiere atender a la niña — dijo, alcanzándolos, mirando como su amigo de toda la vida no se inmutaba o pestañeaba. La muchacha tampoco — Galilea, olvidaste tu pagaré en recepción.

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