Padre soltero busca niñera romance Capítulo 3

Escogieron una mesa apartada, cerca del muelle, donde corría una brisa pegajosa muy propia de aquellos primeros días de febrero.

La pequeña de ojos grande se sentó muy cerquita de esa mujer con cabello de fuego que despertaba intriga en el brasileño y unas terribles ansias por saber quién era, como se llamaba, a que se dedicaba y cualquier detalle por mínimo que fuera.

Pidió, luego de intercambiar ideas, tres bebidas refrescantes y dos suculentas ensaladas que preparaba la casa como plato fuerte; para su hija, unas patatas con salsa que supo se devoraría en seguida.

Allí, mientras comían, el brasileño supo que esa muchacha de ojos marrones y mejillas encendidas, se llamaba Galilea Montero, de veinte, hija única y mexicana de nacimiento, aunque recordaba vivir en rio desde que tenía uso de razón.

Del mismo modo, ella supo que ese hombre de armadura fuerte se llamaba Cristopher Oliveira, acababa de cumplir los treinta y era carioca de nacimiento, gentilicio

— Yo me llamo Salomé, pero papá dice que las personas que me quieren pueden llamarme Salo… ¿tú me quieres? — preguntó la pequeña, venteando sus pestañas largas como si fuesen alas.

Cristo se aclaró la garganta, otra vez sorprendido. Dios… ¿cómo era posible que su hija simplemente hablara cuando esa mujer estaba cerca?

No se lo explicaba, no tenía sentido.

La muchacha pasó de la niña al padre, y del padre a la niña sin saber muy bien que responder, y es que si bien la conocía de nada, esa niña de moñitos mal hechos le había robado el corazón desde el primer segundo.

— Cariño, no puedes ir por allí preguntando a todo el mundo si te quiere — intentó explicarle él, consiguiendo un suspiro largo de la niña.

— ¿Por qué no? — deseó saber, como toda una señorita culta y educada.

— Porque las personas solo deben decirlo cuando lo sientan, no cuando se les pregunta — le dijo, dedicado.

La niña asintió sin más y clavó el tenedor en una patata que, gracias a la maniobra infantil, salpicó sansa en el cuello de su vestido.

Cristo abrió los ojos, soltó los cubiertos y casi se incorpora, pero, sin verlo venir, la joven por la que su hija tanto se afanaba retiró la mancha con el dedo y lo colocó en la naricita de la pequeña, arrancándola una risita que llenó el lugar y provocó miradas dulces por parte del resto, creyendo así, que no verían mejor cuadro tan familiar que ese.

— Lo siento, a veces es difícil controlarla cuando come — se excusó el padre de la niña, acercándose hasta ellas y tomando una servilleta para ayudarla.

Galilea sonrió.

— No te preocupes, déjame a mí, yo me encargo — le dijo con una voz que, de pronto, se le antojó celestial.

— ¿Segura?

— Muy segura.

— Bien, toda tuya — aceptó, encogiéndose de hombros y confiando en la capacidad de la nueva intrusa que había llegado a la vida de su pequeño sol salvaje.

Salomé tomó más que encantada la mano de Galilea y las dos caminaron juntas al tocador, ajena a que Cristo las observaba más que embelesado, sonriente, complacido.

La muchacha sentó a la niña junto al lavamanos y con mucha dedicación terminó de limpiar la mancha, pero, al verla mejor, creyó que debía hacer un poco más por ella, así que le pidió permiso para quitarle el vestidito y así acomodárselo cómo debía.

También, retiró los moñitos que ahora se habían convertido en ondas doradas y lo dejó suelto sobre su espalda.

— ¿Te gusta? — le preguntó, girándola hacia el espejo.

La niña asintió con los ojitos cargados de luz y luego sonrió triste.

— Mi mami decía que le gustaba mi cabello suelto — dijo, recordándola con el corazoncito apabullado.

Si bien no entendía del todo porque su madre se había ido, sabía que estaba en el cielo, que desde allí la cuidaba y protegía, a ella, a su papi y ahora le pediría que cuidara a su nueva mami Gali.

— Tu mami tenía razón, tienes un cabello hermoso — y no mentía, jamás había visto semejantes risos tan brillantes y sedosos.

Cuando regresaron a la mesa, el guapo brasileño acababa de finalizar una llamada y, en cuanto vio a su pequeña, supo bien a quien darle todo el crédito.

— Dime que hiciste con mi hija y de donde ha salido esta princesa de cuento de hadas porque yo no la conozco — dijo y la levantó sonriente.

— Gali soltó mi cabello, papi, ¿te gusta? — le preguntó, esperando su aprobación.

“Gali”, miró a la muchacha mientras repasaba ese nombre en su cabeza un par de veces; le gustaba.

— ¿Qué si me gusta? ¡Me encanta! — le dio un beso en cada mejilla y la sentó en sus piernas, pero apenas y estuvo allí un par de minutos antes que regresó con Galilea y se sentó en las suyas.

Más tarde, la pequeña se había quedado dormida pegada al torso de la joven, para mayor sorpresa de él, pues desde la muerte de su madre, apenas y conciliaba el sueño, y cuando lo hacía, despertaba varias veces llorando su nombre.

— Es una niña preciosa — confesó, apartándole un mechoncito de oro de la mejilla y ocultándolo tras su oreja.

Cristo sonrió, sí que lo era.

— La primera vez que la vi no podía creer que ella era mi hija — recordó, aquel año, casi no llegaba al hospital y tuvo que paralizar a media ciudad para hacerlo, jamás se habría perdonado haberse perdido su nacimiento por tal afán al trabajo.

— ¿Se parece a su madre? — preguntó, sin saber que cometería una imprudencia de la que se arrepentiría en seguida, pues a ese hombre se le borró la sonrisa y sus ojos de aceituna se convirtieron en dos piernas muy oscuras — Lo siento, no quise…

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