El Joven Secreto romance Capítulo 33

Luego de la retirada de Rivera, cierro la tapa de la planilla y guardo la lapicera en un hueco que tiene en la parte superior, tomándome mi tiempo, alargando lo más posible el rato sin cruce de miradas con Samuel que puedo obtener. Pero evidentemente, a la larga no me queda más remedio que levantar la vista cuando no tengo nada más que hacer.

Él me mira justo un segundo después de que yo lo haga, colocando su celular en la pequeña mesa que tiene al costado de la cama. Me da la impresión de que antes ya se encontraba observándome, pero fingió no hacerlo mostrándose entretenido en la pantalla de su teléfono.

—Eso fue intenso (murmura).

Agradezco que sea él quien rompa el silencio, puesto que ya comenzaba a sentirlo incómodo e intolerable.

—Si, ¿no?

—Te debo una, ¿se podría decir?

Pregunta y juraría haber notado una pequeña mueca similar a una sonrisa en su rostro.

—Depende de si aceptás hacerle caso o no (exclamo, refiriéndome a la tomografía).

—Yo hago lo que vos me digas.

Mentiría si dijera que esa frase no mueve algo en mi interior. Lo cierto es que siento una mezcla de paz, alivio y una sensación como si acabara de entrar a una casa cálida con un hogar de leña tras estar varias horas bajo la nieve y el viento de una ciudad montañosa en invierno. Pero a su vez tengo miedo. Miedo de ilusionarme y salir herida. Miedo a que lo que siento no sea correspondido. Terror a que la charla que nos quedó pendiente previo al accidente termine en la conclusión de que él amaba a otra chica mientras estaba conmigo.

—Entonces no aceptes esa ridiculez.

Digo en un tono neutral, tratando de ocultar mi reacción anterior.

Saco la hoja que llené de la planilla y la guardo en mi mochila, apoyando la planilla (que ahora solo contiene formularios en blanco) en el estante de una biblioteca color roble que se encuentra al lado de la puerta. Me encamino hacia un pequeño cuarto anexo, dentro de la misma habitación, lugar donde se guardan medicamentos, jeringas y se suele usar como sitio en común para enfermeras y enfermeros de las salas que la rodean. Me quito la bata, la cual fue brindada por la universidad para hacer mis prácticas, la doblo y regreso a la sala de paciente, donde Samuel sigue acostado y levanta los ojos al verme volver, detalle que noto sin tener que devolverle la mirada.

Podría haberme quitado la bata sin irme de la habitación, pero ciertamente tener sus ojos detectando cada movimiento que hago me incomoda.

Cuelgo la mochila de mi hombro derecho y me volteo hacia Samuel antes de abrir la puerta.

—Nos vemos.

Murmuro con la mano en la manija.

—Nos vemos (repite).

Le doy la espalda y me dispongo a abandonar la sala.

—Y May…

Vuelvo a girarme, ya con la puerta abierta y el frío y blanco pasillo a mis espaldas.

—…gracias.

Esta vez no logro fingir mi reacción y una leve sonrisa se dibuja en mi rostro. Solo espero no haberme ruborizado o similar.

—No hay de qué.

Escuchar mi respuesta hace que se formen hoyuelos en sus mejillas y desearía que alguien me mostrara como me veo en este momento en comparación a él, porque tengo la ligera sospecha de que su sonrisa es más amplia que la mía.

Mía viene a cenar esa noche y se pasa toda la cena charlando emocionada con mis padres, como si fueran sus amigos de toda la vida. Oliver ríe cada tanto e intercambia miradas conmigo en las que parecemos coincidir que sobramos completamente en la velada.

Cuando me encuentro llevándome el último bocado a la boca, mi teléfono vibra y al ver que la invitada sigue contando anécdotas animadamente, me retiro a la cocina a escuchar los mensajes de voz que me acaban de llegar de Eva.

Luego de saludar y preguntar cómo estoy, dice que quiere verme en privado para ponernos al tanto.

Oliver sonríe de forma curiosa, algo sorprendido. Y luego le da un sorbo largo al refresco.

—Ya veo.

Se limita a decir y automáticamente se voltea hacia la puerta, por la cual vemos ingresar a Mía, con una amplia sonrisa en el rostro.

—¿No se supone que ibas a buscar el postre?

Pregunta, dirigiéndose a Oliver, quien, haciendo una mueca que deja en claro que lo olvidó por completo, vuelve a abrir la puerta de la heladera.

—¿Y Luisa y los demás? (pregunto, refiriéndome a los empleados).

—Mamá les dio unos días de descanso, solo están los guardias y dos choferes (le extiende una torta helada a Mía). Bueno y tu guardaespaldas, claro.

—Ay, no me hagas acordar.

Veo a mi amiga y a mi hermano charlando y riéndose, sentados en una pequeña hamaca de metal que tenemos en la parte delantera de la casa, en una esquina lejana, rodeada de arbustos. Zona no muy usada y en la que he visto desde mi ventana columpiarse a algún guardia en sus tiempos libres, lejos de los ojos de mi familia y, especialmente de mi padre.

Me subo al auto y le doy la dirección que me dejó Eva al chofer y nuevo guardaespaldas que no soporto.

Le comenté a mi padre que salía a darle unos libros a una amiga y que volvería en menos de dos horas. No pareció importarle.

Tengo la sospecha de que tiene la impresión de haber triunfado en su intento de alejarme de Samuel a toda costa, de modo que siente que no tiene más con que perseguirme. Luego recuerdo que el hombre que está al volante le debe comentar todos mis movimientos en detalle como si fuera una criminal buscada y entiendo el porqué de la repentina “tranquilidad” y buen trato por parte de mi padre: su hija impulsiva no tiene más esos impulsos. Va a clase, vuelve a casa, ve a alguna amiga muy de vez en cuando, si va a la casa de alguien solo es la de Mía o alguien del círculo. Fuera de eso, …o está en casa o está con su hermano, quien, recordemos, también está del lado de mi padre.

Pero lo que mi padre no sabe es que su hijo perfecto ya no está tan de su lado, sino del mío, porque no tiene más que ganar. Y ahora mismo ríe a carcajadas, provocando que la hamaca se tambalee a varios metros, y su imagen se empieza a alejar a medida que las ruedas comienzan a girar y el coche en el que me encuentro acelera.

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