Se que no cuento con mucho tiempo, ya que dejé asentado que volvería dentro de dos horas, de las cuales ya pasó más de una desde que Eva jugaba con las llaves en la entrada. La tos repentina que me invade me obliga a pedir agua porque de tanto hablar tengo la boca seca (y mi taza de té se encuentra vacía por la misma razón).
—Wow. ¿Tu hermano hizo todo eso?
Asiento, con el cristal frío del vaso de agua que me acaba de traer pegado en los labios.
—¿Quién cambia así de un día para el otro?
—No quiero pensarlo tanto en realidad. Con que no me moleste soy feliz.
Eva ríe y extiende la mano a la bandeja, asumo que, buscando más bizcochuelo, pero se encuentra con el plástico seco y vacío de la bandeja.
—Traigo más de esto.
Miro el reloj colgado arriba de la puerta de entrada, percatándome de que pasaron casi dos horas y aún tengo un viaje pendiente de al menos quince minutos.
—En realidad, tendría que irme.
Digo, poniéndome de pie.
—¿No tenés diez minutos más?
Tomo aire y lo trago de forma algo torpe, causándole un ligero malestar a mi garganta.
—No realmente (miro el reloj otra vez). Tengo que salir ya para llegar puntual. Mi padre…
—…Es insoportable, ya lo sé (dice y sonríe. Ya he usado esa palabra para describir a mi padre más de cinco veces en el relato largo que le narré). ¿Me puedo subir con vos y te cuento el resto en el camino? Me bajo cerca de tu casa y vuelvo en taxi.
Agito la cabeza en negación, algo mareada por su plan absurdo.
—Ehh…Primero que nada, el guardaespaldas actual es una vía directa a mi padre. Le contaría todo. Y segundo, es sospechosísimo que te bajes en el medio de la nada en plena medianoche. ¿No es mejor simplemente escribirme?
Pregunto en tono obvio, como si hubiera descubierto algo muy evidente.
—Si, pero…necesito estar en el mismo lugar que vos mientras lo haga.
—¿Y eso por…
—Largo me explicar (me interrumpe).
La miro, comprendiendo cada vez menos su comportamiento. Creí haber conocido un poco más a esta chica esta noche, pero doy dos pasos hacia delante y tres hacia atrás. Y pensar que la que pensaba que la otra estaba loca al conocernos fue ella.
—Bueno (suspiro). Vamos, tengo otra idea. Toma tu abrigo (exclamo, dirigiéndome a la puerta).
—Pero ¿no dijiste que…
—¿Venís o no?
Eva: Vas al grano D’Angelo.
May: No hay tanto tiempo como crees.
Tras varios segundos observando un “escribiendo” debajo de su nombre, me giro a mirarla. Siquiera me nota, está completamente metida en la pantalla de su teléfono como si no hubiera nada a su alrededor.
Aprovecho ese rato libre para mirar por la ventana y acomodarme la ropa, desarremangándome la camisa que llevo por debajo del abrigo, para simular, aunque sea una situación un poco más normal para el guardaespaldas.
Nos detenemos en un semáforo ante el vacío de la mismísima nada. Las avenidas se encuentran desiertas, peor las veredas, sin alma viva que transite por ellas, salvo un señor con ropa de limpieza que se encuentra barriendo debajo de un poste. Lleva guantes gastados, un abrigo que me da la impresión de que lo hace ver más corpulento de lo en realidad es y botas de obrero. No lleva bufanda y el aire que exhala, producto del contraste frío calor, provoca una mini niebla en el aire de ese paisaje melancólico, dándole una pizca de calidez y vida.
De la esquina doblan un chico de mediana edad y un niño, de unos cuatro años, tomados de la mano. Van charlando, y la forma en la que el chico observa al niño da a entender que es su padre o una figura paterna similar. En la mano libre del supuesto padre reposa una caja de pizza (razón por la que probablemente salieron a esta hora de la noche). El niño, al ver al señor que barre la vereda, pega un grito y lo saluda con la mano, provocando que el hombre mayor se voltee. El padre, algo extrañado, sonríe, sin saber bien cómo reaccionar ante la inocencia de su hijo. Pero la situación no acaba siendo embarazosa ni mucho menos, ya que el hombre simplemente le devuelve el saludo al niño con una amplia sonrisa, agitando la mano igual que el pequeño, quien, al ver que su saludo fue correspondido, sonríe ampliamente y mira a su padre satisfecho.
Alcanzo a descifrar un “buenas noches” del movimiento de los labios del padre, y se alejan, pasándonos por al lado. El señor sonríe otra vez para sí mismo y toma la escoba nuevamente, planeando continuar su labor.
El auto comienza a moverse otra vez, asumo que por el cambio de color del semáforo que nos había impedido el paso, y el señor levanta la vista en el preciso instante en el que pasamos por su lado, dejando de barrer para observar. Es obvio que no puede verme por las ventanas polarizadas del vehículo, pero se me escapa una pequeña mueca que se transforma en una amplia sonrisa segundos después.
Por alguna razón, desde que me acerqué a Samuel, la calidez, honestidad y espontánea forma de ser de su tipo de gente me hizo sentir más en casa. Y me preguntarán: ¿“su tipo de gente”? Se que suena mal. Pero me refiero a que desde que mi adolescencia empezó, solo me he visto envuelta en círculos amistosos y familiares donde el patrimonio lo era casi todo. Todos tienen mucho dinero, trabajos familiares rentables que van de generación a generación, sin preocupaciones, salvo la de mantenerse con poco esfuerzo (porque ese esfuerzo ya fue hecho por familiares mayores) y disfrutar. Pero no fue hasta que me abrí en círculos algo opuestos que noté que no era realmente feliz. Y lo que digo, se puede malinterpretar fácilmente. No digo que el dinero no de felicidad, porque lo hace en parte, mucho. Pero sin sentimientos, emociones positivas, incentivo, un grupo de gente que te apoye en tus decisiones, sean cuales sean, esa felicidad material se evapora. Y tu vida se vuelve monótona, gris y…carente de cariño. Y es esa hambre voraz de cariño simple el que me hace que me alegre ver lo que tengo en frente. Sonrío porque yo también quiero, al igual que ese niño, recibir esa sonrisa de ese señor desconocido.
Ese cariño simple, brindado por un señor desconocido (que probablemente sea empleado municipal) hacia un niño pequeño e inocente, me dio una sonrisa mucho más amplia que cualquiera que mi familia pueda provocar en sus frías cenas. Comer esos bizcochuelos cortados de forma torpe con Eva, con ese té barato, me dieron mayor calidez en esta fría noche que las maravillas que prepara Luisa pero que mi familia ni tiene la cortesía de agradecer, “porque es su trabajo”. Las reuniones con nuestros amigos en los bares más caros de la playa y las vacaciones familiares en lugares exóticos que poca gente tiene la oportunidad de pisar no le llegan ni a los talones a la aventura que tuve con Samuel cuando el fingió estropear el auto en el medio de la ruta, y tuvimos que pasar por un cementerio para llegar a un granero ajeno.
Mi celular vibra de repente, asustándome. Es un mensaje de Eva, que está sentada a mi izquierda y ver la cantidad de renglones me provoca un suspiro.
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