-¿Es la mujer que puede dar a luz a mi hijo?
-Sí, señor Nicholas. Es la única en toda la ciudad de Brentwood cuyos genes son compatibles con los suyos.
En la oscuridad, Tessa Reinhart estaba delirando, acostada en la cama matrimonial. Se agarraba y rasguñaba su fina ropa. Se sentía arder mientras gemía:
—Qué calor hace... No lo soporto...
La puerta se cerró con un fuerte golpe y una figura imponente se acercó a la cama. Tessa trató de abrir los ojos para ver a la persona que se acercaba, pero todo lo que pudo distinguir fueron los bordes borrosos de lo que, de otro modo, habría sido un rostro bastante anguloso.
Podía sentir el dominio que irradiaba esa persona, y cuando se acercó, el aire que la rodeaba se volvió tan denso que apenas podía respirar.
Al momento siguiente, sintió un peso encima de ella. El calor de su cuerpo pareció desvanecerse cuando el fornido cuerpo del hombre se amoldó al suyo. Aliviada y tentada por el inexplicable frescor que la bañaba, Tessa arqueó la espalda sin miedo, como si quisiera acortar aún más la distancia entre ambos, retorciéndose con impaciencia mientras murmuraba:
—Quiero más...
En ese momento, la mirada de Nicholas Sawyer se oscureció, y una sensación de urgencia y ardor recorrió su columna vertebral.
—No te muevas —susurró con voz ronca y seductora.
Los Sawyer tenían una genética muy rara, pero aún más raras eran las mujeres que podrían dar a luz a los hijos de Nicholas. Y esta mujer aullante que tenía debajo resultaba ser una de ellas.
Él nunca se habría acercado a ninguna mujer, y mucho menos había tenido algún tipo de relación casual. La única razón por la que estaba haciendo eso era para cumplir con el deber que Remus Sawyer, su abuelo, le había dado.
Sin embargo, no se imaginaba que le invadiría un deseo tan intenso por esta mujer, a la que nunca había conocido.
En ese momento, la dama que tenía en sus brazos ignoró por completo sus órdenes mientras se retorcía y le pasaba las manos por encima, con las suaves curvas de su silueta se apretaban contra su cuerpo con débiles movimientos.
Tragando saliva, el hombre se transformó en una bestia hambrienta y feroz mientras la lujuria se apoderaba de él y le hacía agarrar a Tessa por la cintura, volteándola.
—¡Mujer, tú te los buscaste!
-¡Ah! -de repente, un dolor punzante atravesó a Tessa, y se puso rígida ante la sensación desconocida. El dolor en sí era tan extremo que, durante un minuto, volvió a la realidad. «¿Quién es?», se preguntó frenética. Y luego: «¿Qué estoy haciendo aquí?»
Recordaba haber ido a casa de su madrastra para reclamar la herencia que su madre le había dejado, y luego la drogó. Cuando despertó, mucho más tarde, se encontró confinada en el extraño lugar.
Un empujón brusco y áspero cortó sus pensamientos.
-Ay... -gritó con tono lastimero, protestando contra la violación, pero el hombre no dio señales de detenerse mientras seguía haciendo de las suyas, con su afirmación evidente y dominante.
Timothy padecía una enfermedad que le atrofiaba las pantorrillas y, como su corazón se debilitaba día a día, estaba confinado en la cama la mayor parte del tiempo, sólo para seguir vivo.
Tras el fallecimiento de su madre, su despiadada madrastra, Lauren, echó a Tessa de la casa y cortó los fondos para el tratamiento médico de Timothy, dejándolo al borde de la muerte.
Cuando ella accedió a dar a luz al bebé incluso sin saber quién era el padre, no pudo preocuparse por la situación. Lo había perdido todo y a todos menos a Timothy, y habría dado su vida de buena gana si eso significaba salvar la de él. Pero a medida que el bebé crecía en ella y empezaba a sentir sus primeras patadas y sus fuertes latidos, empezó a mostrarse reacia a cumplir su promesa de entregarlo en cuanto diera a luz.
Al fin y al cabo, era una parte de ella, de su propia sangre.
Y ahora, le fue arrebatado para siempre.
Mientras tanto, en el exterior del hospital, un lujoso Maybach estaba aparcado en la penumbra de la noche.
Un hombre mayor estaba sentado en el asiento trasero del coche, tenía el pelo gris y el rostro sombrío. Tenía un brillo intenso en los ojos, y el aire parecía quedarse quieto a su alrededor, pues transmitía una sensación de temible autoridad. Poco después, un médico se acercó al coche con un recién nacido en brazos.
-Felicidades, viejo señor Sawyer. Es un pequeño príncipe -anunció.
Cuando el anciano escuchó esto, sus ojos se iluminaron con una alegría sincera, y sonrió mientras tomaba al bebé que lloraba en sus brazos.
-¡Qué maravilla! ¡Esto es un motivo de celebración! Por fin tengo un bisnieto —exclamó. Luego, la alegría se le escapó de la voz al ladrarle con mala cara a al ayudante que estaba al lado—: ¡Dile a Nicholas que esa mujer vendió a este bebé por diez millones y huyó en la noche!
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