Mi dulce corazón romance Capítulo 57

—¡Lo he conseguido! ¿Pero por qué? ¿Por qué me lo estás arruinando de nuevo?

¿Sabes lo difícil que me resultó llegar a ser emperatriz consorte y lo difícil que me resultó convertirme en emperatriz viuda?

Por fin puedo disfrutar de la sensación de estar por encima de todos y ya no me subestimarán nunca más. ¿Por qué no me dejas disfrutarlo un rato más?

Gadea estaba llorando y rugiendo mientras las lágrimas caían gradualmente.

Elvira no dijo nada.

Miró a la hermana que en un entonces había adorado mucho y, un momento después, sonrió de repente.

—¿Has dicho que nadie te ama? De niña, cuando robaste el abanico de jade de papá, ¿quién se llevó la paliza por ti?

—Cuando tenías diez años te caíste en un estanque y casi te ahogas, pero ¿quién te salvó sin preocuparse por su propia vida?

—A los quince años fuimos escoltadas juntas a la Ciudad S...

Su voz de repente sonó con ganas de llorar, como si había recordado algo repugnante del pasado.

Esos ojos claros y fríos se enrojecieron con rastros de profunda decepción y odio.

—Viajando hacia el este por tres mil millas, ¿cuántas veces alguien ha tratado de violarte? ¿Quién te salvó una y otra vez? ¿Quién sostenía el cuchillo para pelear con ellos? ¿Quién se dejó violar solo para protegerte a ti?

Gadea estaba atónita.

Se quedó mirando a Elvira con cara de embobada, como si siguiendo sus sonoras palabras podía recordar las escenas del pasado que se habían perdido hacía mucho tiempo.

En ese momento, ella todavía era una niña y repentinamente sufrió la pérdida de su familia. Antes de que pudiera reaccionar con lo que había sucedido, fue escoltada a la Ciudad S con su hermana.

En el camino, su hermana le enseñó a cubrir su cara bonita con barro para que los malos no se interesaran en ellas.

Pero le gustaba demasiado aparentar bella, aunque le dijo a su hermana que lo iba a hacer, todavía se negaba en su interior.

Finalmente, una noche, mientras todos dormían, silenciosamente se lavó el barro de la cara con agua.

Miró su delicado rostro en el agua para admirarlo mientras se peinaba.

Pero en ese momento, los soldados detrás de ella notaron su presencia y todos corrieron hacia ella como si hubieran visto cajas de tesoros.

Estaba aterrorizada y no paró de gritar desesperadamente.

Finalmente, su hermana apareció para rescatarla.

No sabía lo que su hermana le había dicho al grupo de soldados.

Más tarde, el grupo de soldados dejó de molestarla, pero se llevaron a su hermana al bosque de atrás.

Ella se fue a dormir. Cuando se despertó al día siguiente, su hermana regresó con moretones en la cara, la ropa en pedazos y las manos manchadas de sangre, pero dijo que no pasó nada anoche.

No pensó mucho sobre el asunto en ese momento, solo se preguntaba, ¿por qué no había visto a esos soldados desde entonces?

Cuando era una niña no sabía lo que sucedió en ese entonces, pero ahora tenía treinta y tantos.

Ya sabía lo que pasó en el bosque esa noche.

Era solo que no estaba dispuesta a admitirlo ni enfrentarlo, como si escapándose de la realidad, esos hechos que le causaban dolor y arrepentimiento iban a desaparecer.

Gadea miró a su hermana y de repente se rio.

Riéndose, la risa se convirtió en llanto.

Era como el gemido de una bestia salvaje que llevaba triste dolor y arrepentimiento.

Un soldado se acercó al trote con una caja de madera en la mano.

—Lideresa, el sello del emperador está aquí.

Elvira lo tomó, echó un vistazo y asintió.

Luego dio media vuelta y salió con su gente.

De repente hubo un fuerte grito detrás de ella.

—¡Elvira!

Se detuvo, pero no miró hacia atrás.

El atardecer llegaba desde fuera del palacio, cubriendo a la joven general con un brillo dorado. La imagen de su espalda erguida le recordó a cuando de joven le enseñó a usar las lanzas.

—¡Elvira, estaba equivocada! ¡Estaba equivocada! ¡Por favor déjame ir! ¡Somos hermanas! ¡No puedes matarme, soy tu hermana!

Estaba tirada en el suelo y arrastrándose se dirigía hacia ella. Tenía lágrimas y mocos en la cara, ya había perdido toda la apariencia de la emperatriz viuda de la Nación Este.

La mujer del uniforme militar seguía sin mirar atrás, pero sus ojos empezaron a enrojecerse con en el resplandor del atardecer.

Tensó el rostro y la mano que sostenía el sello del emperador tembló levemente.

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