Mi dulce corazón romance Capítulo 61

Cordelia Vega se sorprendió y finalmente reaccionó.

¡Le resultaba difícil de creer que se había besado con este hombre por su seducción y además en una postura tan extremadamente peligrosa!

Ella exclamó y quiso levantarse.

Sin embargo, la silla donde se sentaba Aurelio Clemente estaba muy cerca del escritorio.

Cuando ella se puso de pie abruptamente, se golpeó la cintura con la esquina de la mesa, gritó de dolor y cayó hacia atrás.

El rostro de Aurelio cambió.

La cogió y rápidamente extendió la mano para frotarle donde se había golpeado.

—¿Por qué eres tan descuidada? ¿Te duele mucho? Ven, enséñamelo.

La mano del hombre descansaba sobre su cintura, separada de su piel por una simple capa de tejido, y la temperatura de su palma hizo que Cordelia se quedara tiesa de repente.

Ella agarró su mano y negó con la cabeza.

Ya se veían lágrimas en sus ojos por el dolor que sentía, pero aun así apretó los dientes e insistió, —Estoy bien, no me duele.

Aurelio frunció ligeramente el ceño.

No dijo nada más, sino que la cogió en brazos y se dirigió al dormitorio.

Cordelia se asustó, forcejeando un par de veces en vano. Le agarró de la ropa y dijo ansiosamente:

—Aurelio, ¿qué haces? ¡Bájame ahora!

¡Había muchos sirvientes que les estaban mirando!

Aurelio se hizo el sordo, pasó por el pasillo bajo las miradas de sorpresa de los sirvientes y se la llevó de vuelta al dormitorio.

Cordelia saltó tan pronto como tocó la cama.

Aurelio tampoco insistió, la miró con frialdad, luego se dio la vuelta y sacó un tubo de crema del cajón.

—¡Levanta la ropa! —dijo con frialdad.

Cordelia se agarró de la ropa y se sonrojó, bajó la mirada, sin atreverse a mirarle.

—Ya lo hago yo —dijo extendiendo la mano para coger el ungüento de su mano.

De repente le escuchó burlarse. El hombre evitó su mano y le levantó la ropa.

—Aurelio, ¿cómo puedes hacer esto?

Cordelia gritó, fue agarrada por el hombre de las manos y las levantó por encima de su cabeza. Le dio media vuelta y le acostó bocabajo sobre la cama, e incluso le sujetó las dos piernas con sus rodillas.

Las quejas de la mujer fueron ahogadas en la almohada y se convirtió en un gemido indistinguible.

Aurelio miró con frialdad la marca roja que había dejado en su piel.

En solo dos minutos, ya tenía tendencia de evolucionar a un hematoma.

Con cara de póquer, desenroscó la tapa con una mano, se echó un poco de ungüento en la mano y apretó contra su herida.

—Duele...

Cordelia gritó de forma impronunciable.

Aurelio dijo con frialdad,

—¿Si sabes que duele, por qué eres tan imprudente? Con lo mayor que eres ya, ¿no puedes ver ni la mesa?

Cordelia estaba muy agraviada.

Si fue él quien se aprovechó del momento y le besó. Ahora encima le quería regañar cuando se había dado un golpe tan duro.

Al verla callada, Aurelio dijo,

—¿Qué pasa, te has vuelto muda?

Cordelia volvió la cabeza y le gritó enojada,

—¡No quiero hablar contigo!

Su rostro estaba sonrojado, y había lágrimas en las esquinas de sus ojos por el dolor. Parecía un pequeño león gruñón a quien le había arrancado los colmillos.

Aurelio no pudo evitar querer reírse.

Sus dedos frotaron su delicada piel, sentía un tacto suave y cremoso, como si fuera un pastel de leche.

Su respiración se aceleró levemente.

En las profundidades de su cuerpo, el calor que había sido reprimido no hacía mucho parecía volver a intensificarse.

Cordelia también se dio cuenta de esto, ese sentimiento ambiguo y peligroso, acompañado por los dedos del hombre, lo que la hizo entrar en pánico.

Ella dijo apresuradamente,

—¿Has terminado ya? ¡Suéltame si has terminado!

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