La señora Berta entró a mi cuarto y abrió la caja. Estiré el cuello para asomarme. Dentro había un hermoso vestido. Accesorios y tacones para combinar. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Por qué Roberto me daba regalos inesperadamente? Le pedí a la señora Berta que dejara la caja en el cuarto. Después de que le di las gracias, se fue.
Pasé la mano por la sedosa tela del vestido, luego le llamé a Roberto. «Debe estar ocupado». Su voz sonaba como si estuviera sosteniendo el teléfono entre la oreja y el hombro.
―¿Te llegó mi regalo?
―¿Por qué lo hiciste?
―Para compensarte, por lo de ayer.
―Entonces, ¿crees que puedes pagar mi primera vez con un vestido y joyas?
―No tienes que aceptarlos, pero no tendrás ni vestido ni joyería ―dijo con voz áspera―. Si eso es todo, voy a colgar.
Estaba furiosa. ¿Cómo era posible que recibir un regalo fuera una experiencia tan molesta? De todos modos, en la cena de esa noche me puse el vestido y los tacones que me regaló. La ropa que tenía en el armario apenas era apropiada para una nuera de la familia Lafuente. Iba a volver a la casa de mi familia esa noche. Una pizca de vanidad dentro de mí quería que me viera presentable.
El chófer vino y me recogió antes de ir por Roberto. Santiago también vino. Su trabajo como asistente personal incluía asistir a todas las actividades, desde una pequeña reunión familiar hasta los grandes eventos empresariales. Aún se veía tan avergonzado cuando me vio y se quedó callado después de saludarme con una sonrisa.
Era la primera vez que yo iba a casa con Roberto desde que nos casamos. Mi padre estaba extremadamente feliz de verlo y lo saludó con un fuerte abrazo.
―Isabela siempre dice que estás muy ocupado. ¿Por fin tuviste tiempo de venir a cenar?
Mi madrastra parecía conflictuada. Seguro que ansiaba que Roberto fuera su yerno, pero nunca me había visto como a una hija. Quería que Silvia fuera la que se casara con él.
Nos sentamos en la sala a conversar. Roberto y mi padre hablaban de negocios mientras yo me quedé sentada en una esquina y comía fruta. Claramente, él era muy popular con mi familia. Nadie se había molestado en convivir conmigo durante mis otras visitas. Cuando él llegó, mi hermana mayor y su esposo se sentaron junto a él, con una brillante sonrisa en el rostro.
No vi a Silvia. Estaba pensando en ella cuando escuché pasos desde la escalera. Estaba a punto de voltearme y ver quién era cuando Roberto me tomó de repente por la muñeca y me jaló a su lado. Me rodeó la cintura con el brazo, se volteó y me sonrió.
―Me la he pasado todo este rato hablando con tu papá e ignorándote. No estás enojada, ¿verdad?
Siempre se había portado tan detestable conmigo. Pero ahora eran tan gentil. Algo debía estar tramando. Entonces, escuché los pasos detrás del sillón y la voz de Silvia.
―Papá, mamá.
Levanté la mirada. Silvia estaba parada frente a nosotros, llevaba un vestido lila de seda. Su cabello caía por su espalda, como si la bañara una etérea luz resplandeciente. No pareció fijarse en nosotros, su fresca mirada nos pasó con un vistazo rápido. Siempre había ignorado mi presencia, así que estaba acostumbrada.
Ahí me di cuenta de por qué Roberto había actuado así hace un instante. Fue por Silvia. Quería ponerla celosa. ¿Quién hubiera pensado que sería tan infantil y recurriría a tácticas tan pueriles? ¿Pero lo había hecho porque aún estaba enamorado de ella? ¿Qué no era gay?
Mi mente trabajaba a toda marcha. Había estado muy aburrida todo el día y me metí al internet para buscar acerca de la homosexualidad. Resultó que había algunas razones por las que los hombres se volvían gays. Una era por su sexualidad innata: sólo les gustaban los del mismo sexo. Otra era por curiosidad: creían que era algo interesante de probar. La tercera era que alguien del sexo opuesto los había lastimado y, como resultado, su deseo se volvía hacia los del mismo sexo.
Parecía que Roberto era de este último grupo. ¿Quién hubiera imaginado que Silvia hubiera lastimado tanto al dominante y enérgico Roberto? ¿Debía compadecerlo? Ni loca. Me pellizcó con fuerza la cintura. Me dolió tanto que casi solté un chillido. Levanté la vista y lo fulminé con una mirada. Él sonrió y me acarició el cabello.
―Mi nena debe tener hambre.
―¿Ah, sí? Pues vayamos a cenar. ―Mi madrastra se levantó del sillón de inmediato y llamó al mayordomo―. Que la sirvienta traiga los platos.
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