UN BEBÉ PARA NAVIDAD romance Capítulo 12

Para el momento en que se separaron a los dos les latía muy fuerte el corazón, pero era por cuestiones muy diferentes. Andrea puso la alarma de su teléfono media hora antes, y Zack tomó el suyo para llamar a su mejor amigo.

—Ben, necesito verte ahora mismo, es urgente.

Diez horas después, mientras Andrea se apuraba por llegar a la oficina, se dio cuenta de que el auto de su jefe ya estaba allí desde temprano. En cambio al llegar al piso se dio cuenta de que Zack no estaba por todo aquello. Al menos el escándalo no se había desatado todavía, pero no podía decirse lo mismo de la ira de su jefe.

—¡Lárgate de aquí! ¡Estás despedida! —le escupió Trembley, lanzando sobre su pequeño escritorio aquella carta de despido sellada por Recursos Humanos a primera hora.

Andrea lo pudo evitar que sus ojos se humedecieran y negó.

—¡No, usted no puede despedirme y menos... menos por lo que dice aquí! —exclamó desesperada—. ¿Incompetencia laboral? ¡Yo no soy ninguna incompetente! ¡Yo incluso estudié para un puesto mejor, pero usted no me quiso examinar!

—Porque no te dejaste —siseó Trembley por lo bajo y Andrea apretó los dientes. Era un viejo asqueroso hasta para despedir a alguien—. El trabajo de una asitente es muy simple, Andrea: cumplir con los requerimientos de su jefe, y tú no pareces muy dispuesta a cumplir con los míos. Anoche te di una última oportunidad y te me apareciste con el Superman de bajo costo, así que se acabaron las oportunidades. ¡A la calle! ¡Y te aseguro que me voy a encargar de que ninguna buena empresa vuelva a contratarte en esta ciudad! —escupió con maldad—. ¡Ahora vete! ¡Largo!

Andrea negó con los ojos llenos de lágrimas. No podía irse, no sin ver a Zack, él le había pedido que llegara temprano, él le había dicho que todo estaría bien... pero Zack no estaba por ningún lado. A su alrededor los demás empleados cuchicheaban sobre aquella humillación pública.

Viendo su resistencia, Trembley agarró el teléfono de su escritorio y marcó la extensión de Seguridad del edificio, pidiendo que enviaran a dos guardias. Pocos minutos después el viejo gordo se regodeaba viendo cómo los de seguridad obligaban a Andrea a levantarse.

—¡Sáquenla de aquí! —gruñó mientras se metía la mano en el bolsillo y sacaba un billete de cien euros para extendérselo a uno de los guardias—. ¡Directito a la calle, y aquí no vuelve a entr...!

Pero el discurso de Trembley tuvo que detenerse cuando uno de los empleados, el chico que repartía el correo atravesó el piso corriendo.

—¡Jefe! ¡Señor Trembley...! ¡Jefe! —exclamó ansioso.

—¿Qué diablos te pasa? ¿¡Por qué tanto grito!? —espetó el gordo.

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