Mateo, que estaba custodiando sus maletas, notó su anormalidad. Agarró la muñeca de Vivi mientras los dos corrían hacia ella.
—Mami, ¿qué pasa? ¿Qué pasó?
—Q… ¿Qué?
Alexandra estaba hirviendo de rabia cuando de repente la voz de su hijo se coló en sus oídos. Bajó la cabeza para mirarlos parados a su lado.
«¡Oh no!, ¡¿cómo pude haberme olvidado de Mateo y Vivi?! No importa si ese desgraciado me atrapa, pero no puedo dejar que se entere de ellos. O perderé a mis preciosos bebés».
Finalmente, volvió en sí. Arrodillada frente a Mateo, ella lo agarró de los brazos y le explicó:
—Mati, escúchame ahora. No puedo llevarlos a Jetroina porque hay una emergencia que necesito atender. Llamaré a la Señora Fernández para que venga y los lleve de regreso. ¿Está bien?
Mateo se quedó en silencio por un momento.
Aunque estaba sorprendido por el repentino cambio de decisión de su madre, asintió con la cabeza al ver el pánico y el tinte de culpa en sus ojos.
—Está bien, mami. No te preocupes. Cuidaré bien de Vivi y me iré a casa con la Señora Fernández.
—Mati, eres un buen chico. Te dejaré todo a ti entonces. Ahora los llevaré al café de allí donde esperaran a la Señora Fernández.
Alexandra miró a su hijo pensativo con amor. Con el corazón apesadumbrado, lo tomó entre sus brazos.
De pie a su lado, Viviana también quería un abrazo.
—Mami, ¿por qué solo abrazas a Mateo? ¡Yo también quiero un abrazo!
—Oh, dejé a nuestra pequeña Vivi fuera. ¡Ven, déjame abrazarte!
Alexandra soltó una risa mientras abrazaba a su hija, que tenía un peluche en sus brazos. Poco después, los llevó al café cercano.
Diez minutos después, recibió una llamada del hospital.
—Doctora Nancy, ¿está trabajando? El Señor Jiménez la está esperando.
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