LYNETTE
Ver los documentos en persona y decirlo son dos cosas muy diferentes, en cuanto le dije a Brentt que aceptaba ser su esposa, tiró de mí y me llevó directamente a su despacho, donde solo tuvimos que esperar alrededor de cinco minutos para que Fabricio entrara por la puerta y nos diera los documentos.
Él parecía estar ansioso por hacerlo, ya que sin leerlo ni nada, solo puso sus firmas, yo, por el contrario, traté de leer lo más que pude para evitar malos entendidos, al final, el carraspeo constante del abogado y las miradas asesinas del padre de mis hijos, terminé por firmar todo de mala gana. Y ahora estaba aquí, frente a ellos, escuchando lo que me tienen que decir con respecto a los temas y cláusulas del documento ya firmado.
Son cosas tan banales y al mismo tiempo absurdas, como el que no pueda decir nada incoherente cuando estemos frente a sus amigos, socios y empresarios importantes. En pocas palabras, quieren una muñequita que se esté portando bien, de maravilla.
—¿Has entendido todo? —me pregunta Fabricio con un aire demoledor.
Asiento, siendo incapaz de pronunciar alguna objeción. Detallando mentalmente, cada una de las palabras que vienen en las reglas, como le llamo yo, que van desde no serle desleal a Brentt, hasta comportarme como una dama.
Me trago la broma si debería usar alguno de esos vestidos que usaban en la época colonial, con sus grandes faldas y sombreros.
—Bien, de todos modos, si tienes alguna duda, puedes llamarme —añade Fabricio.
Dirijo mi mirada esta vez hacia el padre de mis hijos, esperando a que me diga algo más, después de todo, ahora estamos casados legalmente, incluso pidió que mis documentos estuvieran con el nombre de Lynette White, y no como Finn. Parece comprender lo que quiero después de segundos eternos de estudiarme.
—Fabricio, déjanos a solas un momento —le pide a su abogado con ese mismo tono apacible.
Este se marcha sin decir nada más, no cruza mirada alguna con nosotros, el clic de la puerta se escucha y relajo los hombros, nunca he sido buena para hablar, mucho menos en una situación como esta.
—¿Qué es lo que quieres? —me pregunta, tomando asiento de nuevo.
Mis mejillas se ponen calientes junto con las orejas, con lo que se cruza por mi mente, no es que crea que lo vaya a hacer, pero siempre he sabido que hay que dejar las cosas claras desde un principio, para evitar malentendidos.
—Habla, somos adultos, padres de dos niños —su voz ronca me hace dar un ligero respingo que oculto con una sonrisa tímida que se esfuma tan rápido como apareció.
—Quisiera saber, ahora que somos esposos, y que voy a tomar este papel, no es necesario que… —me falta el aire—. Ya sabes, no quisiera que…
El silencio que nos sigue es demasiado abrumador.
—¿Acostarnos? —me pregunta y desciendo la mirada, mordiendo mi labio inferior de la vergüenza—. No tienes de qué preocuparte, solo seremos esposos ante el público, a puerta cerrada, cada quien seguirá su vida.
Siento que me ha quitado un enorme peso de encima, porque estaba tan adentrada a lo que quería hacer ahora, que me iba a dejar tener a mis hijos a mi lado, y los planes a futuro que tenía, que se me había olvidado por completo ese pequeño detalle.
—¿Algo más? —me pregunta con un brillo malicioso en la cara.
Niego con la cabeza.
—No, es todo.
—Bien —se pone de pie y pasa por mi lado—. Sígueme, por favor.
Hago lo que me pide, pese a que camina más rápido que yo, mientras él da un paso, yo doy dos, por lo que cuando llegamos a la salida, mi respiración es agitada, parece darse cuenta, aunque no dice nada. Nos detenemos frente al mismo carro en el que me trajo por la fuerza.
—Les dejé claro a uno de mis hombres que se encargaran de ti —arguye con demasiada rapidez—. Por lo que si tienes dudas, él te las aclarará.
Frunzo el ceño.
—¿Por qué?
Observa la hora que marca su reloj de mano con urgencia.
—Tienes que comprar un anillo de boda, no es lo habitual, pero tiene que funcionar, recuerda que a partir de ahora, eres mi esposa, espero que sepas comportarte a la altura, no tengo tiempo de explicarte las cosas, llegado el momento te darás cuenta —termina y se queda quieto, como si estuviera esperando algo.
No logro descifrar qué es lo que desea, hasta que rechina los molares y con la mirada me señala algo detrás de mí. Noto que sus empleados nos ven con ojos de curiosidad, lo que me hace saber que no creen que somos algo, ¿tan rápido inició la farsa?
—Ahora lo entiendes, así que bésame —demanda con ese tono que no es nada negociable.
Mi corazón se acelera de una manera distinta a cuando vi a mis hijos, un trato es un trato, soy una mujer adulta y puedo manejar esto, con un poco de pena, sabiendo que él no quiere esto tampoco por el rostro compungido que pone al ver que me coloco en puntillas, debido a que es más alto que yo, le doy un casto beso en los labios.
Es lo más que he llegado con alguien, después de…
—¿Qué fue eso? —susurra.
—Eh… te he besado…
Enarca una ceja con incredulidad.
—Soy un hombre de treinta años, Lynette.
Colgamos y le pido amablemente al hombre que no sé como se llama porque no me quiere decir, debido a que fue una orden expresa de Brentt, que me acompañe a la joyería, el tipo avanza conmigo volteando a todos lados como si tuviera miedo de que alguien lo atacara de la nada, no tenía idea de que los empresarios italianos como el padre de mis hijos, tuvieran tanta seguridad.
Entramos y una de las dependientas nos atienden, me muestra varias joyas, me tomo muy en serio encontrar un anillo que vaya con la personalidad a primera vista que tengo de Brentt. Hasta que doy con el indicado, no sé si sean sus gustos, pero el diamante verde me recuerda a sus ojos.
—Quiero ese —digo al unísono con otra persona.
Me giro y es la misma pelirroja que vi antes de entrar, si de lejos era hermosa, de cerca lo es más, doy un paso hacia atrás debido a que me detalla con ojos asesinos.
—Legué primero —apunta con una mirada desdeñosa.
Retrocedo, es una lástima que tenga que encontrar otro, pero cuando saca su tarjeta y le toca pagar, espero a que la dependienta me indique otra colección de diamantes, cuando la mujer que la atiende realiza una mueca de desagrado, aunque sus ojos brillan con malicia.
—Lo siento —devuelve el anillo al aparador—. Me temo que su tarjeta no pasa.
—¡Estás segura, inténtalo de nuevo! —exclama la pelirroja con rabia.
La pobre mujer hace lo que le pide, cinco veces, lo que resulta agobiante para todos los clientes.
—Lo siento, señorita, su tarjeta no pasa, ¿cuenta con otro método de pago para realizar la compra?
Si la chica ya estaba rabiosa antes, ahora con el color rojo de enfado que resalta de la piel blanca de su rostro, parece un perro a punto de atacar. Me mira de soslayo y se aparta el cabello de su hombro.
—Quiero apartarlo, entonces.
—Me temo que para hacer eso debe dejar por lo menos el 50%.
—¡Son unos inútiles!
La pelirroja sale, echa una furia y entonces, con una sonrisa en los labios, aprovecho mi oportunidad, dejando sobre la recepción, la tarjeta que me dio Brentt.
—Yo me lo llevo.
El asunto es que apenas y termino de decir esas sencillas palabras, cuando tiran de mi cabello y enseguida me da una bofetada la pelirroja.
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