Capítulo cinco
Señales del destino
*Casandra Reid*
Romeo parlotea a mi alrededor mientras hacemos el recorrido, sin embargo, no le presto atención. Solo me limito a asentir en modo automático a todo lo que dice y beber de mi café. Hoy es viernes, mi último día aquí y por lo visto, también es mi último día como médico. En vista de que ningún centro de salud quiere arriesgarse a convertirse en el blanco de la ira de Gibson Reid, tendré que explorar otras esferas.
No me pesa cambiar la bata blanca por un delantar de camarera, no obstante, me da mucha rabia. Han sido muchos años de sacrificio para tirarlos por la borda por la sencilla razón de que mi familia posee pensamientos arcaicos del siglo pasado.
— No me está gustando tu actitud, Cassandra Reid —expone mi compañero—. Acordamos que disfrutarías de este día tanto o más que el primero.
— A partir de mañana ingresaré al amplio mundo de los desempleados, Romeo.
— ¿Y qué? No puedes lamentarte hoy por lo que sucederá mañana. Lleva un día a la vez, Cassie. El de hoy es para celebrar. Seguro te darán un enorme premio por ser la mejor del equipo.
— Lo único que necesito es un contrato...
— O un cheque con muchos ceros —me corta para completar la frase.
— Tú tienes más problemas que yo —comento al mismo tiempo que niego con la cabeza de forma reprobatoria— y no me refiero al ámbito económico —aclaro por si no logra captar la indirecta.
Sus ocurrencias no tienen límites.
— Así me conociste y por ello me adoras —me dedica una sonrisa baja bragas que solo me hace poner los ojos en blanco. Nunca dejará sus ridículas intenciones de seducirme. Sé que solo juega conmigo, pero a veces me fastidia. Sobre todo si mi humor no es el mejor como hoy, por ejemplo.
— Nunca he dicho semejante barbaridad —señalo arqueando las cejas.
— ¡Vamos! Ambos sabemos que algún día admitirás que soy el hombre de tu vida, luego me jurarás amor eterno frente a Dios y nos casaremos.
— ¡Claro! —profiero una exclamación llena de sarcasmo—. La boda será en el Coliseo Romano y la luna de miel en Venecia.
— En cuanto me des el «sí», te llevaré donde quieras, preciosa —me sigue el juego.
— ¿Olvidé la parte en la que tenemos un equipo de fútbol como hijos? —añado en el mismo tono.
— Me parece genial. Así tendré con quién ir a jugar los domingos —sonríe como el descarado que es e internamente me preparo para sus siguientes palabras—. Además, el proceso de creación serán muy divertido.
— Pervertido —murmuro en medio de un resoplido.
— Mujer sensual —se toma el atrevimiento de besar mi hombro y guiñarme un ojo con picardía. Es una suerte que esté acostumbrada a sus actitudes.
— Mejor comencemos la ronda antes de que patee tu la parte trasera de tu cuerpo en mi último día de trabajo.
— Tú puedes hacer con esa parte de mi cuerpo lo que quieras, Cassandra Reid.
— Cuidado con lo que deseas, Romeo Alfieri. No te vayas a llevar una decepción —advierto antes de entrar a la primera habitación. Como es el día de la ceremonia de graduación para los médicos que hicimos el postgrado en Cirugía, el doctor ha delegado sus tareas en nosotros como regalo de promoción en tanto prepara su pequeño discurso.
Al entrar, diviso al niño más hermoso que he visto en mi vida—. ¿Cómo se encuentra mi paciente favorito? —pregunto mientras saludo al padre con un simple asentimiento de cabeza.
A pesar de mantener mis perturbados pensamientos a raya y de haber descansado más de lo habitual en los últimos días, continúo viéndolo en sueños. Por más que lo intento, el italiano no sale de mi cabeza, ni su voz seductora tampoco.
Jamás había presenciado una situación semejante.
Y lo peor, ya he descubierto de dónde puedo haberlo conocido. Hace dos días no tenía ni idea de que trataba con el hombre más rico y poderoso de Florencia; el Magnate de Acero. Fue Leah quien me lo dijo cuando hablábamos sobre mis extraños sueños.
— Aburrido —responde el pequeño medio enfurruñado con los brazos cruzados.
— ¿Estamos de malas hoy? —inquiero con un tono jovial. Al tratar a Federico Di Lauro, he podido notar que posee cierta conducta rebelde. Con solo siete años, a veces parece un adolescente precoz. Me gustaría saber por qué tanto él como su hermana se comportan de una forma muy diferente a los niños de su edad.
— ¡Quiero comer chocolate! —protesta él.
— Fede...
— Dame mis chocolates, papá.
— Sabes que no puedes comer chocolates por ahora —intervengo—. Será solo por unos días, Fede.
El pequeño clava sus ojos azules como los de su padre en mí a punto de llorar. Siempre me han dicho que tengo un don con los niños y comienzo a creer que es cierto, ya que no he conocido al primero que se resista a mis encantos, no importa cuán malcriado sea.
— Si no me das chocolate no te voy a querer más —forma un enorme y a la vez tierno puchero con sus labios.
— ¿Ha escuchado eso, doctor Alfieri? —pregunto imitando el gesto del paciente—. Creo que ha sido el sonido de mi corazón al romperse.
— Lo he escuchado, doctora Reid —contesta mi colega divertido al mismo tiempo que el italiano de mi sueños me observa con fijeza.
Llegará el momento en que me desgastará de tanto mirarme. Hay tantos pensamientos explícitos en su mirada y ninguno de ellos me parecen decentes. Yo misma me escandalizo de imaginarlo.
Sin embargo, desde aquella noche en Urgencias, siquiera ha cruzado más de tres frases conmigo. Por eso no entiendo su actitud. Es como si me estuviese evaluando..., ¿pero para qué?
— ¿Se te ha roto el corazón? —el niño cambia su expresión de tristeza a asombro con una rapidez impresionante—. ¿También te duele como a mí la pancita?
— Un poco —me encojo de hombros antes de acercarme a él para examinarlo.
— ¿También te sacarán sangre y te dejarán la marca del Zorro como a mí?
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: LA ESPOSA DEL ITALIANO