Afuera de la habitación, recargado sobre la pared, Román escuchaba el llanto de Frida. Eran apenas sollozos audibles que le causaban lástima. No estaba muy seguro de que tendría una esposa dócil, pero sí estaba consciente de que tendría a una mujer herida a su lado. Ignorando sus deseos de entrar y consolarla, decidió ir directamente a su estudio. Sumergirse en los asuntos de la empresa lo distraería.
Después de un rato, la puerta de la habitación sonó, tomando por sorpresa a Frida que ya estaba vestida con un camisón de seda, lista para dormir en esa cama que olía tanto a Román.
—Pase… —dijo esperando que fuera él, dispuesto a dormir a su lado, pero quien entró fue esa sirvienta que ya se le hacía tan conocida.
—¡Hola! —saludó con una amplia sonrisa y entró a la habitación cargando una charola con alimento—. Me presento, soy Lorena y supongo que tienes hambre, así que traje comida.
—De hecho, no tengo nada de hambre…
—Pero… deberías de comer. No es bueno para la salud…
—Debería estar en el hospital al lado de mi hija… —respondió amargamente dejando que las lágrimas surcaran sus mejillas.
—Pronto lo estarás… Esta no es una prisión. Verás que el señor Gibrand hará que tu hija mejore.
—¿A qué preció? —preguntó Frida dedicándole una mirada de reproche—. No es horrible por fuera, pero sí por dentro.
—Muchas chicas estarían emocionadas de tener la oportunidad de ser la esposa de Román, aunque fuera por contrato…
—Muchas chicas… Yo no… Yo si me amo a mi misma y no me gustan esos hombres insoportables e insolentes que se creen mejores que cualquiera. A ese hombre le hace falta una lección de humildad.
—Tómatelo con calma… El contrato está firmado y no es que puedas cambiar tan fácil de opinión. Disfrútalo mientras tu hija recupera la salud —agregó Lorena dispuesta a salir de la habitación—. Y por si te lo preguntabas… Sí, él me pidió que te trajera algo de comer. No quería que te quedaras sin cenar.
De nuevo Frida se quedó sola, con esa comida recalentada recordándole que en verdad tenía hambre.
Se levantó temprano, se puso un vestido rojo encantador y se vio al espejo fijamente. No era que no se reconociera, más bien recordaba quien fue alguna vez en el pasado, esa chica con ropa elegante y toda una vida llena de éxitos que se vieron frustrados. Haber escapado de casa con Gonzalo había sido la peor idea que se le pudo ocurrir.
De pronto la puerta del baño se abrió dejando salir una espesa nube de vapor y de ella a Román con una toalla cubriéndolo de la cadera para abajo, presumiendo su torso bien ejercitado y su piel aún húmeda. Frida no sabía en qué momento había entrado a la habitación. Estaba tan dormida que no lo escuchó, pero en cambio Román había disfrutado de verla así, enredada entre las sábanas. Había retirado un par de mechones de su rostro y disfrutado al acariciar la piel de sus hombros sin que ella fuera capaz de abrir los ojos. Estaba tan cansada que, si logró sentir su tacto, de seguro lo confundió con un sueño.
—Te queda bien ese vestido —dijo Román pasando detrás de ella, lo suficientemente cerca para hacerla temblar, víctima de un escalofrío que sacudió su cuerpo—. Creo que el rojo te queda bien…
Frida no sabía que decir, su cerebro estaba echando chispas.
—…Espero que te haya gustado la comida —añadió Román con esa sonrisa satisfecha, sabiendo que Frida había devorado todo, dejando los platos limpios—. El orgullo no deja nada bueno y menos cuando debes comer.
—¿Siempre eres tan desagradable? —preguntó Frida cruzándose de brazos y perdiéndose en esos trazos que presumía las espaldas anchas de Román.
Tenía un tatuaje que abarcaba la espalda y no solo eso, su brazo izquierdo también estaba adornado con cráneos y rosas. Eran tatuajes agresivos que lo hacían ver más rudo y que Frida no se esperaba ver debajo de ese traje tan serio.
—¿Desagradable? —Román estaba fascinado por encontrar una mujer que lo detestara de esa forma—. Eres la primera que me dice algo así.
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