Decir que había sido bochornoso para Nicholas Bennet salir del baño de mujeres de la cafetería de su empresa sin camisa, solo con el saco y cara de asesino en serie, era poco.
Había resistido la tentación de destrozar su oficina, porque al final la pobre oficina no tenía la culpa de que existieran mujeres como ella.
Respiró hondo en todo el camino a su departamento, pero al final de esa noche no pudo evitar que tres o cuatro adornos fueran a estrellarse contra la pared.
Era cierto que iba estúpidamente distraído con el celular, estaba bastante dispuesto a disculparse hasta que sus ojos se habían encontrado con los de esa mujer. Era de estatura mediana, hermosa como una maldita sirena y con la voz de una, incluso enojada. Tenía el cabello castaño, ensortijado y largo, ojos marrones y desafiantes y un cuerpo como para mirarlo hasta el fin de los tiempos.
Eso era lo que le había molestado. Podía olerlo, sentirlo, intuirlo: era de esas mujeres capaces de arrastrar el corazón de un hombre bajo el tacón de su zapato y seguir adelante sin mirar atrás.
Miró la única foto que adornada una esquina del mueble de su sala. La foto de un hombre de mediana edad, pensativo y triste: su padre. Se la había tomado él mismo hacía quince años… hacía literalmente media vida. Se la había tomado dos días antes de que se volara la cabeza con un revólver calibre 28. Y lo había hecho por una mujer como ella, una mujer a la que no le alcanzaba con él, que tenía un amante cada mes: su querida madre, Layla Bennet.
—He procurado toda la vida mantenerme alejado de mujeres así —le dijo a la foto—. Te juro que aprendí de tus errores, padre. Te juró que aprendí —murmuró.
Pero aprender era una cosa y otra muy distinta era poder sacársela de la cabeza. Por más que tratara de distraerse, la manera en que se había sacado la blusa… aquel maldito brasier que le hacía desear todo lo que estaba debajo… el desafío de su voz… la forma de su boca… ese guiño coqueto antes de irse… No podía dejar de pensar en todo eso. No podía dejar de pensar en ella, y no sabía si la odiaba más a ella o a así mismo por no ser capaz de controlarlo.
Con suerte la semana iniciaría de una mejor manera, con mucho trabajo para ocupar su cabeza, y no dejarlo pensar en dónde estaría esa mujer.
Valeria, por su parte, después de hacer de celestina entre Lazlo y Oli, por fin había terminado su inscripción y la muchacha la había llevado a su cubículo. Era pequeñito y luminoso, pero Valeria jamás había su propia oficina, así que estaba encantada.
De regreso Emma la había recibido con los brazos abiertos, porque sabía que aquella demora solo podía significar que le habían dado el trabajo.
—¿Sabes qué vamos a hacer ahora, nena? —le dijo Valeria a Alice, sentándose a su lado.
—Mmmm… ¿no vas a gritar cuando venga la casera a cobrar la renta? —preguntó la niña y Valeria sonrió.
—Noooo… ya no voy a gritar más, pero eso no es todo. ¡Vamos a ir por un regalo para el cumpleaños de tu amiga!
—¿De verdad? —preguntó Alice emocionada.
Dos semanas atrás Alice le había pedido un regalo para una compañerita de la escuela, que la había invitado a su cumpleaños. Era tan difícil para ella relacionarse que a Valeria se le rompía el corazón por tener que decirle que no, pero ahora no tenía que hacerlo, ahora podía comprarlo.
Así que si para Nick el fin de semana fue una tortura, para Valeria fueron dos días de absoluta felicidad. Por supuesto, todo eso cambiaría cuando llegara el lunes.
A las siete treinta de la mañana pasaba por dos cafés y con su mejor ropa y tacones de aguja, subía en el ascensor hasta su oficina. Oli le agradeció por el café y la fue presentando con todos los del departamento de diseño. Todos la miraban con un poco de lástima cuando se enteraban de que era la nueva diseñadora para el departamento de lencería, así que se iba haciendo una idea de lo que venía.
—Bueno… ya solo te falta conocer al «big boss» —suspiró Oli con ansiedad.
—¿Cómo es? —preguntó Valeria sentándose en el escritorio con las piernas cruzadas.
—Nuestro CEO es tan atractivo como odioso… lo cual quiere decir que es muuuuuuy atractivo —murmuró Oli y Valeria casi escupe el café de la risa.
—¿Eso significa que es un insoportable de primera categoría?
—Se lleva el premio pero… ¡Bájate, bájate! —la apuró de pronto Oli—. ¡Ahí viene!
Valeria miró hacia la figura de rostro severo que salía del ascensor y su primer instinto fue caer detrás del escritorio de Oli y esconderse debajo.
«¡Mierda, m****a, m****a!» pensó cerrando los ojos porque era imposible no reconocer al semidios al que le había quitado la camisa en el baño de la cafetería dos días antes. «¡No puede ser! ¡No puede ser!» Eso sí era tener mala suerte, empezar con el CEO nada menos que con el pie izquierdo… bueno con la rodilla izquierda… ¡en su entrepierna…! «¡Dios!»
—Buenos días, Oli. —Se escuchó aquella voz ronca y varonil.
—Buenos días, señor.
—Por favor cita a todos los diseñadores en la sala de juntas en diez minutos, vamos a discutir las colecciones para el desfile de los distribuidores. Gracias.
Cinco segundos después se oía el susurro de Oli:
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