Sería una mentira si Amelia dijera que no estaba conmovida. No eran hermanas biológicas, pero su estrecha relación era algo que ni siquiera el dinero podía sustituir.
Después de almorzar, Amelia se quedó en lo de Tatiana hasta que se puso el sol antes de volver al condominio que compartía con Óscar en la ciudad. Supuso que él todavía estaba entreteniendo a sus clientes, pero las luces estaban encendidas cuando abrió la puerta. Óscar estaba sentado en el sofá con un tobillo sobre la rodilla, haciendo girar la copa de vino en su mano con refinamiento. Lo único que recibió fue una mirada débil e indiferente cuando entró.
Amelia reaccionó rápido, poniendo la sonrisa que utilizaba con frecuencia para tratar con el hombre que tenía delante.
—Sr. Castillo, ¿no dijo que tenía una cena de negocios esta noche? -Se agachó para cambiar su calzado por sus zapatillas de casa.
—¿Dónde estabas? ¿Por qué has vuelto tan tarde? — preguntó Óscar.
Amelia se dirigió hacia él, dejándose caer sobre su regazo. Con los brazos alrededor de su cuello, lo olfateó de forma deliberada y sonrió.
-Has vuelto pronto. ¿Me has echado de menos?
Óscar le rodeó la cintura con el brazo y colocó su copa sobre la mesa, dirigiéndole una profunda mirada.
—Qué obediente estás hoy. ¿Te has quedado sin dinero?
Amelia soltó una risita, pero la frialdad seguía reflejándose en sus ojos.
—Eres muy generoso. La asignación que me das es más que suficiente para pagar mis compras durante todo un año. ¿Cómo voy a acabarla tan pronto?
Levantó y acarició su barbilla con el pulgar.
-Nunca dejaré que pases hambre mientras sigas siendo
obediente.
Se acurrucó en su abrazo, olfateándolo como una cachorra.
—¿Has bebido?
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