Los golpes de Óscar se volvieron cada vez más fuertes y furiosos.
-¡Amelia Vargas, abre la puerta! -ordenó.
No fue hasta que golpeó diez veces consecutivas que la puerta por fin se abrió desde el interior.
Amelia, vestida sólo con una bata, estaba de pie detrás de la puerta, con el pelo mojado y las mejillas algo sonrojadas. No hacía falta decir que era un ejemplo perfecto de tentación.
Los ojos de Óscar se oscurecieron de deseo en un abrir y cerrar de ojos. Su manzana de Adán se balanceó mientras tragaba y la escudriñaba de pies a cabeza.
Amelia notó la diferencia en su comportamiento, pero se mantuvo distante al hablar.
-Sr. Castillo, estoy cansada.
Óscar la miró, la levantó y cerró la puerta de una patada con el dorso del pie. La bajó al sofá de la habitación, con su mano grande y callosa acariciando sus suaves mejillas.
-¿Por qué tienes una rabieta?
Amelia apoyó las manos en su amplio pecho y respondió:
—Por nada. Estoy cansada, eso es todo.
La miró en silencio.
—Más vale que así sea. Te había elegido en primer lugar porque me gustaba que no fueras una persona que disfrutara de peleas sin sentido. Si ahora estás aprendiendo a darte aires conmigo, déjame que te aclare que no conseguirás nada de mí.
Era consciente de que era una advertencia de él. Su corazón se sintió como si hubiera caído en un agujero negro, hundiéndose tan profundamente que podía sentirlo en su estómago. Pero todavía llevaba una sonrisa en la cara para disimularlo.
-Señor Castillo, no tiene que seguir recordándomelo. Sé mejor que nadie que nuestro matrimonio es una mera transacción. No estoy alucinando. Amo su dinero, usted disfruta de mi cuerpo, y en ocasiones lo ayudaré a deshacerse de admiradoras no deseadas.
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