La médica frunce el ceño y me indica que la siga al interior del despacho. Tan pronto como entro por la puerta, pone el informe delante de mí:
—Señora Santalla, tiene enfermedad ginecológica y es posible que necesite un tratamiento por separado.
—¿Enfermedad ginecológica?
Me pongo tensa.
—Señora Santalla —Me mira seria y susurra—, al parecer tiene una relación complicada con su marido.
Me quedo en silencio, de pie allí como una boba mientras frunzo los labios con fuerza.
—Señora Santalla, no tengo intención de meterme en sus asuntos privados. Solo quiero decirle como médico que las relaciones sexuales demasiado frecuentes son una causa importante de enfermedades ginecológicas. También debe recordarle a su pareja que es mejor usar condones en el futuro... Claro, ¡si usted y su esposo aún desean tener un hijo sano!
Sus palabras me dejan ruborizada, y estoy tan avergonzada que quiero gritar: ¡Tierra trágame!
—Puedo entenderle. —Se acerca y me da unas palmaditas en el hombro con pena—. Después de todo, el señor Kenneth no es un hombre sano. No se preocupe, le guardaré el secreto, pero señora , también debe contenerse, al fin y al cabo, sigue siendo la señora Santalla...
—¡Basta, no sigas!
Su mirada me intimida.
¿Cómo he llegado a este punto?
Soy una mujer que traiciona a su marido con su hermano, hasta lo hicimos delante de él...
¿No deberían matarme por eso?
Le doy las gracias a la médica, le ruego que me guarde el secreto y me giro. Cuando voy a abrir la puerta, esta se abre desde fuera.
Entonces me encuentro con la mirada increíble de Kenneth.
—Selena... —Está allí con muletas, pero su rostro está pálido y todo su cuerpo tiembla.
—¿De qué estabais... hablando?
Estoy impactada. Mi cuerpo se pone rígido y siento un nudo en la garganta. Lo miro aturdida, incapaz de hablar.
—Selena, tú...
Yolanda me detiene para hacerme preguntas y, finalmente, pregunta por qué Kenneth regresó solo. Siento cómo me pongo nerviosa. Solo puedo decirle alguna excusa.
Me siento en el estudio. Sé que Kenneth está en el dormitorio, pero no tengo el valor de entrar.
Él necesita un rato a solas y yo también.
No sé qué hacer y, cuando extiendo mi mano, descubro que el dorso de mi mano está mojado y mis mejillas están llenas de lágrimas.
—¿De algo sirve que estés llorando aquí?
El pomo de la puerta hace clic y unos pasos pesados vienen desde atrás.
La tristeza llena mi corazón. Me levanto. Pero él me lleva a su abrazo.
Sus manos empiezan a manosearme.
Casi me derrumbo. Ahora ya me da igual todo. Le doy una fuerte bofetada en la cara.
—¡Lárgate! —Lloro y lo golpeo como loca—. Clyde, ¿por qué me haces esto? ¡Eres un cabrón, pervertido! Arruinaste mi vida, te mataré... ¡Te mataré!
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