Ámbar le contó a Susana toda la historia con una actitud inocente, tachando a Delfina de mujer vanidosa e intrigante que había engatusado a su hermana menor. De pie junto a ellas, Delfina observó con frialdad el pretencioso acto de Ámbar con un rostro inexpresivo. No se defendió ante la mirada disgustada y despectiva de Susana, pues sabía que era innecesario hacerlo. Como a Susana no le gustaba, nunca la creería.
Como esperaba, Susana la miró con recelo, como si estuviera viendo algo sucio.
—No me extraña que no quieras irte: vas detrás de la fortuna de la familia Echegaray. Qué vana e intrigante eres.
Ámbar sonrió con suficiencia al ver esto. Luego, se acercó a Delfina y le susurró en una voz audible sólo para las dos:
—Papá dijo que debías acompañarme.
Delfina giró la cabeza de repente y sus pupilas se encogieron.
—«¿Qué quieres hacer?»
Naturalmente, Ámbar podía entender el lenguaje de signos de Delfina. Sonrió y respondió en un susurro:
—No tienes que preocuparte por eso. Sólo tienes que acompañarme, o si no... se lo contaré a papá.
Al ver cómo se comunicaban las hermanas, Susana miró a Ámbar y preguntó desconcertada:
—¿Qué te ha dicho?
Ámbar se mostró preocupada mientras suspiraba y decía:
—Delfina me odia. Me estoy disculpando con ella.
Susana dejó escapar un bufido frío.
—¡Qué mujer tan repugnante eres! He visto a muchas zorras trepadoras, pero es la primera vez que veo a una muda tan molesta.
El corazón de Delfina se había entumecido después de escuchar tantos comentarios hirientes.
En el tiempo que siguió, Susana suavizó su actitud hacia Ámbar, y pronto hablaron y se rieron mientras charlaban. Después de todo, en comparación con Delfina, Ámbar era más del agrado de Susana. Además, tenía una lengua dulce y hacía feliz a Susana con unas pocas palabras. Por el contrario, Delfina parecía una forastera despreocupada.
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