—¿Qué pasa?
La habitación estaba al alcance, pero ella interrumpió, en los ojos de Orlando se veía ka impaciencia.
—Quiero esperarlo en el salón, no necesito descansar.
Yolanda vio el cambio de su expresión y al instante sintió que algo iba mal.
Orlando observó el salón. Estaban el tercer piso, al que normalmente nadie subía. Mientras nadie se presentara, podría apoderarse de Yolanda.
—Bien, como quieras.
Lo aceptó él de buen grado aparentando que no le importaba nada.
Yolanda dio un suspiro de alivio mientras se dirigía al salón y se sentó, mirando la delicada candelita colocada sobre la mesa de café y quería cogerla a tocar, pero Orlando la impidió con la mano.
Orlando se sentó de repente y mantenía estrechamente con ella, con un brazo alrededor de su cintura y el otro sobre su pierna.
Yolanda se puso inquieta. Este movimiento repentino hizo que sus nervios se tensaran y trató inconscientemente de liberarse.
—¡Suéltame!
Sin embargo, cuanto más luchaba ella, más fuerte la abrazaba.
—¡No me culpes, cualquiera cosa que tenga él, ya sea una persona o algo, la debo tener!
Orlando se quitó su propia chaqueta y se veía deseo en sus ojos. Controló los brazos de Yolanda y se inclinó para besarla, pero justo cuando sus labios tocaron su piel, fue repentinamente alejado con una patada.
—¡Quién demonios me ha pateado!
Orlando estaba furioso y se levantó dispuesto a devolver el golpe. Pero para su sorpresa, fue Lucrecio el que le dio la patada, y detrás del cual estaban su padre y varios mayores de la familia Castro.
—Papá... tío...
Orlando se quedó de piedra.
El motivo del enfado del padre de Orlando era, en realidad, muy sencillo, ya que las acciones y los derechos del Grupo Castro estaban relativamente dispersos y no había un heredero absoluto, dependiendo de varios ancianos respetados para hacer la elección. Por lo tanto, en este momento, aunque fue a regañadientes, tenía que tomar una actitud firme de justicia.
Observando a su padre y a varios ancianos sacudir la cabeza y marcharse, luego miró al hombre que sostenía a Yolanda sin decir una palabra, se dio cuenta de lo que pasó.
—¿Me has tendido una trampa?
Con la expresión feroz, Orlando señaló la nariz de Lucrecio.
Lucrecio apretó suavemente la cabeza de Yolanda contra su pecho y le cubrió los oídos. Tenía una expresión fría en la cara, y su indiferente mirada atravesó el aire como una afilada daga lanzándose con fiereza sobre él.
—Tú te lo mereces.
Dijo fríamente en voz muy baja, pero estas palabras traspasaron en el cerebro de Orlando sin piedad sin darle siquiera la oportunidad de reaccionar.
El rostro de Lucrecio era hosco, ni siquiera se molestó en mirarle ni un segundo más, se dio la vuelta para marcharse con Yolanda.
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