Fue como si no hubiera comido en días, desde que cogió los palillos hasta el final, ella terminó básicamente todos los platos, mientras que Lucrecio no comió mucho.
La señora Lina le sirvió la sopa de pescado y ella se bebió varios tazones seguidos.
Estaba demasiado disfrutando de comidas para recordarse de que todavía estaba Lucrecio sentado frente a ella, y sólo cuando dejó su cuenco se encontró con ese par de ojos tan exquisitos como escultura en hielo de Lucrecio.
—¿Estás llena? —Lucrecio le preguntó— ¿Quieres comer algo más?
—No.
Yolanda miraba de modo alelado los platos vacíos en la mesa, incapaz de creer que lo había comido todo.
Lucrecio miró la hora, ya era muy tarde.
—Sube a tu habitación y descansa.
Yolanda asintió, tenía tanto miedo de que volviera a abrazarla que tomó la iniciativa de abandonar la mesa del comedor y subir las escaleras.
Cerró la puerta con la llave cuando estaba en su habitación. Se apoyó en la puerta y soltó un largo suspiro de alivio, mirando la habitación conocida y sintiéndose por fin algo estar en casa. Vio de repente la corona en su tocador que había llevado el día de su 18, que le regaló Lucrecio para señalar que ya llegó a la edad adulta.
El teléfono sonó de repente, era Kenzo.
—Yolanda, ¿estás bien? ¿Necesitas que vaya a rescatarte?
—Kenzo, estoy en casa.
La persona al otro lado de la línea no la entendió.
—¿Qué quieres decir?
Ambos guardaron silencio durante un largo rato antes de que Kenzo hablara con la voz un poco triste:
—¿Por qué?
Yolanda pensó en ello, tampoco sabía ella misma la razón exacta, por lo que no podía responder a esa pregunta en absoluto.
—Kenzo, ¿vendrás a clase mañana? Tengo algo que devolverte.
Éste no dijo nada.
—¿Kenzo?
—No lo sé, hablemos después —tras decir esto, Kenzo colgó el teléfono.
Yolanda suspiró, dejó el teléfono sobre la mesa y se dirigió al baño para darse un baño. Pero justo cuando puso un pie por la puerta, oyó la voz de Lucrecio procedente del exterior del dormitorio:
—No te bañes cuando acabas de comer.
Su voz baja y penetrante era irresistible para ella.
Ella se congeló, movió los dedos en la puerta del baño y luego, obedientemente, retiró los pies. Yolanda se dirigió en silencio a la puerta de la habitación, con el oído en ella, conteniendo la respiración para escuchar lo que ocurría fuera.
Pero inesperadamente, Lucrecio actuó como si hubiera instalado una vigilancia aquí.
—No escuches más, sigo aquí.
Yolanda se sintió de inmediato extremadamente avergonzada. «¡Por qué siempre lo sabe todo!»
—¿Cómo sabías que iba a ducharme? —no pudo contenerse preguntarle a través de la puerta.
—Lo quieres hacer cada vez que has comido —Lucrecio dijo con un tono plano tanto como los viejos tiempos.
Yolanda se quedó helada, porque desde que dejó a la residencia de los Castro, ya no podía hacer lo que quisiera, y después de alojarse en la universidad, donde se permitía aún menos que se bañara en la bañera, sólo pudo realizar una simple ducha. No esperaba que él aún recordara esta costumbre que incluso ella misma hubiera olvidado.
—Lucrecio, ¿me conoces tan bien? —Yolanda quiso llorar de repente, murmurando para sí misma y pensando que él no la oiría.
—Sí. —Lucrecio la escuchó.
Tras unos segundos de calma, extendió la mano y abrió la puerta. En el momento en que vio a Lucrecio, finalmente no pudo detener sus lágrimas.
—Acabas de ser operado, ¿por qué no vas a descansar?
Lucrecio también se levantó de la cama y se sentó en el sofá, cerrando ligeramente los ojos y disfrutando de la fragancia particular sobre la joven que le traía Yolanda.
Una y otra vez no podía soportarse, y repetidas veces impedía sus impulsos a tiempo. Era su chica, así que ¿cómo podría tenerla?
En el cuarto de baño, Yolanda estaba tumbada en la bañera con la respiración agitada todo el tiempo. Cuanto más se obligaba a relajarse, más se tensaban sus nervios.
Extendió la mano y comenzó a aplaudir su pecho una y otra vez para calmarse. Pero para su sorpresa, cuando sus dedos tocaron accidentalmente cierta parte de sí misma, de repente se produjo una extraña sensación.
¿Qué le pasó? No podía creer que estuviera teniendo tal reacción...
Cerró los ojos, contuvo la respiración y se deslizó hacia abajo, con todo el cuerpo en el agua. Había pensado que esto la haría sentir mejor, pero lo fuera de su imaginación era que la extraña sensación se intensificó tan pronto como tuvo el sentido de ahogo.
Su cuerpo en este momento casi estaba ardiendo y empezó ya a sentirse algo incómoda. Tenía tanto calor que ya no quería quedarse en el agua caliente, así que simplemente se envolvió en una toalla y se secó, se puso el pijama y salió del baño.
Lucrecio vio que sus mejillas estaban rojas y no pudo evitar fruncir el ceño, pensando que volvía a tener fiebre, entonces tiró de ella para que se sentara en su regazo y con cara seria, alargó la mano para tocarle la frente.
Su mano no estaba helada, pero cuando la puso sobre la frente de Yolanda, ésta se sintió al instante mucho más cómoda, la cual pareció tener un efecto refrescante.
—No hay fiebre, ¿estás enferma?
Lucrecio nunca la había visto así, realmente pensó que estaba enferma y de repente se puso nervioso.
—Tengo calor...
Su respiración seguía siendo rápida. En el momento en que Lucrecio retiró la mano de su frente, tenía un brillo reacio en sus ojos que ni siquiera ella sabía.
Lo captó Lucrecio y por fin supo por qué se volvía así. Su ceño fruncido se fue relajando. Resultó que era su culpa.
—Duerme la mona —Lucrecio le consoló—. Te enviaré a la escuela mañana.
Yolanda estaba realmente cansada y se metió en la cama, asintiendo dulcemente para indicar que lo sabía.
Lucrecio suspiró suavemente. Si hubiera sabido que su cuerpo reaccionaba con tanta fuerza, él no debería haber sido tan impulsivo.
Estaba sentado en el sofá tranquilamente con ella, y en poco tiempo, Yolanda se quedó dormida antes de que éste se levantara y volviera a su propio dormitorio.
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