Si es destino estar contigo romance Capítulo 99

A la mañana siguiente.

Cuando Yolanda se despertó y miró la hora, ¡ya era mediodía!

Hacía sólo unos días que había empezado el colegio, pero había faltado a clase...

Se apresuró a lavarse y cambiarse de ropa, luego bajó las escaleras y vio a Lucrecio sentado en el sofá del salón leyendo periódicos. Debía ser incapaz de ir a trabajar tampoco estos días.

Lucrecio se giró para mirar cuando oyó el ruido.

—Ya estás despierta.

—¿Por qué no me despertaste por la mañana?

Yolanda bajó corriendo mientras que la señora Lina estaba sirviendo el almuerzo preparado a la mesa.

—Te enviaré después del almuerzo —Lucrecio no respondió a su pregunta.

Al ver lo tranquilo que estaba Lucrecio, de repente sintió que estaba bien faltar a las clases. Se dirigió a la mesa del comedor y se sentó.

—Lucrecio, tengo una pregunta que hacerte.

Lucrecio dejó el papel en la mano y se acercó.

—Adelante.

Se mordió el labio inferior, algo temerosa de preguntar, pero en su interior quería hacerlo y le costó un rato reunir el valor para hablar:

—¿Fuiste tú realmente quien me salvó aquel día?

—Sí.

Lucrecio se limitó a mirarla.

—Entonces, ¿cómo supiste que... estaba allí? —dijo Yolanda con la expectativa de una respuesta en su corazón.

—Oí que me llamabas —Lucrecio le contestó sin dudar, sus ojos revelaban tanta sinceridad que no se veía bromeando en absoluto.

Ella se quedó atónita ante esta respuesta.

—¿Me oíste de verdad?

Lucrecio levantó ligeramente las cejas.

—¿De verdad me llamaste?

Yolanda se sonrojó al instante fingiendo que no le importaba.

—No.

Lucrecio se limitó a beber el café sin tomarlos, y de nuevo Yolanda fue la única que estaba comiendo.

Ella lo miró perpleja, «por qué no recuerdo que tenía él este hábito antes...».

—¿Por qué no comes? —preguntó Yolanda.

—Me temo que no tendrás suficiente para comer —dijo Lucrecio con calma, mientras su otra mano seguía hojeando documentos.

Cuando recordó de repente que en realidad se había comido todos los platos anoche, se sintió avergonzada y molesta, pero no se atrevió a mostrarlo delante de Lucrecio. Además, no podía perder los nervios en absoluto al ver ese rostro delicado y perfecto suyo, por lo que tuvo que aguantarse en silencio.

—¿A qué hora empieza la clase de esta tarde?

—A las dos.

Yolanda hizo un mohín de protesta.

—¿A qué hora termina la clase?

—A las cinco.

Lucrecio guardó sus papeles.

—¿Tienes alguna necesidad más que te hace falta recuperar de ese lugar?

Ella pensó por un momento.

—¿Te refieres a la casa de Kenzo?

En cuanto Lucrecio escuchó ese nombre, irradió un aura helada y Yolanda se estremeció inexplicablemente.

—Mis libros están todos ahí.

Lucrecio la ojeó ocasionalmente y viseó una cicatriz en su muñeca.

—¿Qué es eso en tu muñeca?

Frunció el ceño, su tono era como un eco procedente del abismo.

Yolanda se encogió inconscientemente. No quería que supiera que había sido tan cobarde como para suicidarse, una experiencia que no quería recordar.

—¡Nada!

Lucrecio ya había adivinado lo aproximado, pero no estaba seguro. Antes Gordon la había estado protegiendo a sus espaldas, si le ocurría algo, definitivamente se lo diría.

—Extiéndela y déjame ver —Lucrecio ordenó.

¿Cómo podría dejarlo mirar? Yolanda se quedó tan asustada por su tono que se le saltaron las lágrimas.

—Eso no es de tu incumbencia...

Un rastro de dolor cruzó por los ojos de Lucrecio. Se acercó a su lado y tiró de su mano a la fuerza y en cuanto vio la cicatriz en su muñeca, sintió que su corazón como si hubiera sido atravesado por millones de flechas de fuego, demasiado doloroso para respirar.

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