—No me importa ya. Ha muerto mi madre que es la más querida de mi vida, sin ella a mi lado, no seré feliz aun con el título universitario y un trabajo decente —dijo Luciana distraída.
Mauricio volvió a mirarla que en este instante estaba de espalda contra la luz y rodeada de una oscuridad infinita. No podía ver sino el perfil de su cuerpo delicado.
Apretando con fuerza las manos, Mauricio dijo,
—¿Piensas vivir aquí para el resto de tu vida?
Dándose la vuelta, Luciana se sentó a la silla de al lado con los ojos fijos en el cerro remoto,
—No lo sé, quizás me casaré con alguien y me iré de aquí algún día.
—¿Con quién te quieres casar? —preguntó Mauricio precipitado.
«¿Quiere casarse ahora? ¿Con ese chico con quien se casará?»
—No te cases —murmuró Mauricio.
Apenas terminó las palabras, se dio cuenta de su inesperado cambio de actitud, entonces explicó,
—Quiero decir que eres todavía joven para el casamiento.
—Lo sé, gracias por tus palabras, me lo arreglaré todo —dijo Luciana suspirando—. Aquí no está mal. La gente es inocente y la vida es tranquila.
Mauricio se calló de pronto.
«Todos tienen sus derechos a llevar la vida que le dé la gana, soy nadie para meterme en la suya.»
—¿Y tú te casarás? —preguntó de repente Luciana.
Mauricio levantó sus miradas, pero no vio nada sino su espalda.
—Sí.
«Es una pregunta insignificante.»
Luciana sabía que se casaría algún día porque era un hombre solicitado. Con un poquito de pasión e iniciativa, no le harían falta las pretendientes.
—¿Te casarás con la señorita Hannah? —preguntó Luciana en voz baja.
—Sí —murmuró Mauricio.
Con las manos apretadas, Luciana bajó sus miradas esforzándose por no dejar caer las lágrimas que llenaron en sus ojos. Hasta que se volvió tranquila, dijo,
—Muy bien. Es una chica bien educada y encantadora, además tiene la misma edad como la tuya, te podrá ayudar mucho en tu causa. Os felicito, seréis una pareja feliz.
«¿Seré feliz? ¿Qué es felicitad? ¿Cómo la tengo que definir?»
—¿Crees que seré feliz? —preguntó Mauricio con un rostro confuso.
Luciana lo miró con cierta impaciencia,
—¿Me estás ostentando lo feliz que te sientes?
—¿Tú lo crees? —sonrió Mauricio forzoso—. Luciana, yo…
Quería decirle que no estaba feliz con Hannah y nada sintió hacia ella, estaba con ella no por amor.
—Profesora Luciana —gritó un niño ansioso.
—¿Qué pasa? Abraham —preguntó Luciana.
Abraham Sepúlveda era un alumno suyo de segundo curso.
—Óscar se había caído y su rodilla no deja de brotar sangre —dijo Abraham precipitado.
—¿Dónde está? —preguntó Luciana nerviosa.
—En el aula.
Salió Luciana casi corriendo para ahí. Cuando llegó al aula, Óscar estaba sentado en un asiento con la rodilla sangriente.
Se le acercó Luciana preocupada,
—¿Qué te pasó?
—Me caí jugando —murmuró Óscar cabizbajo.
Era un chico inteligente, pero travieso al mismo tiempo. El juego a que se refería era un juego tradicional que se compartieron dos o más personas en que cada uno se comportaba con una pierna suspendida en el aire chocando con los demás, y el que dejó libre primero su pierna o se cayó primero sería el fracasado. Era un juego popular sobre todo entre los chicos.
—Por favor, Abraham, tráeme la caja de auxilio —dijo Luciana.
—Profesora Luciana, ¿qué significa contra voluntad? —preguntó Óscar curioso.
Luciana levantó la cabeza mirándolo con seriedad,
—Pues significa que la decisión no la podrás tomar tú mismo.
Era algo tan desesperado como se encontraba ella: no podía decidir su familia.
—Entonces ¿quién te tomará la decisión? —preguntó Óscar.
Luciana echó a reír acariciando su cabeza,
—Lo entenderás cuando seas mayor.
—Por cierto, profesora Luciana, descubrí que con las conversaciones puedo distraerme, ni siquiera me duele la herida —dijo Óscar con orgullo.
—No te duele es porque no he tocado todavía tu herida.
Terminadas las palabras, gritó Óscar por el tremendo dolor que sintió. De inmediato le envolvió Luciana la rodilla con las cintas.
—No te vuelvas a comportar travieso, cuidado con la herida —dijo Luciana.
—Vale —murmuró Óscar con las lágrimas llenando en los ojos.
Cuando regresó Luciana a su casa con la caja, vio a Ramon ahí delante de la puerta esperándola.
—¿Has traído la ropa?
—Sí —dijo Ramon.
—Mientras está duchándose, vamos sentados afuera —propuso Ramon.
—Vale —dijo Luciana.
Al lado de la ventana había un árbol grande, cuyo tronco era tan grueso que harían falta dos hombres para abrazarlo. Debajo del cual estaba un banco de piedra que servía para descansar. Ahí se sentaron los dos.
Cuando salió Mauricio del baño, por la ventana los vio sentarse juntos y se sintió de pronto incómodo.
Apenas salió de la puerta, escuchó sus conversaciones.
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