Abandonada y Embarazada [#1 Trilogía Bebés] romance Capítulo 96

Javi conducía mientras Alex me abrazaba en el asiento trasero, ya su nerviosismo había cesado un poco y se dedicaba a darme amor y ánimos asegurándome que todo saldría bien y recordándome lo mucho que nos amaba y que él estaría junto a mí en ese momento inolvidable. Aunque el doctor Smith atendía en un hospital público, había aceptado que Alex me acompañara en el parto, después de los ruegos e insistencias de mi novio y al ver lo mucho que le emocionaba la llegada al mundo de mi bebé.

La ciudad vacía y las calles solitarias nos acompañaron en el trayecto hasta el hospital, el reloj daba las cinco y diez de la mañana cuando arribamos los estacionamientos. Con la ayuda de Javi y Alex fui trasladada a la sala de urgencias y después de llenar algunos papeles y de pasar por una rápida, pero incómoda revisión que dictaminó mis tres centímetros de dilatación, finalmente sería conducida hacia esas temibles puertas que acogían en su interior a más mujeres que estaban a punto de dar a luz como yo.

Mi novio y mis amigos se quedaron en la sala de espera mientras tanto, cuando ya fuese el momento del parto Alex tenía autorización para acompañarme. Él me dio un beso lento y cargado de mucho amor antes de verme alejar sentada en una silla de ruedas, conducida por una enfermera. Le dediqué una sonrisa dulce y nerviosa y sus ojos azules fueron lo último que vieron los míos antes de atravesar el espacio entre las dos puertas y pasar a un pasillo de paredes totalmente blancas y luces en el mismo tono que me hicieron recordar que estaba en un hospital y que los próximos días ese sería mi hogar.

La enfermera me condujo hasta un elevador y luego hasta una sala amplia llena de camillas en hileras donde había mujeres postradas esperando que el proceso de dilatación se completara. Me dieron una bata celeste y pasé a un pequeño baño para cambiarme, luego me asignaron una camilla en medio de otras dos y con ayuda de la enfermera pude acostarme en ella. La pesadez de mi vientre seguía incrementándose y por primera vez en esas treinta y nueve semanas sentí un desfallecimiento que se empezaba a perpetuar desde lo más profundo de mi interior hasta exteriorizarse, no obstante, los dolores habían desaparecido y a diferencia de las demás, yo lograba sonreír y expresar con una sonrisa lo emocionada que estaba, a pesar del miedo y el temor que llegaba a mí cada vez que veía o escuchaba como alguna que otra compañera de sala gritaba de dolor.

Una ronda de enfermeras acompañadas de un par de médicos pasaba cada cierto tiempo haciendo revisión y calculando cuánto tiempo aproximado tardaríamos para el parto. Cerré los ojos y traté de tranquilizarme y no escuchar los gritos de las demás, me relajé tanto que sentía cómo mi cuerpo se hacía cada vez más liviano y me dejé arrastrar por el cansancio en pleno amanecer.

Desperté sobresaltada cuando una enfermera tomó mi mano y con una sonrisa preguntó:

—¿Estaba dormida?

No, estaba practicando.

Obvio que estaba dormida, sin embargo, no podía ser tan grosera a pesar de que me había despertado justo en el momento en el que besaba a Alex frente a la torre Eiffel, así que solo asentí con la cabeza e intenté sonreír mientras ella sacaba una aguja y la sostenía amenazadoramente frente a mis ojos.

—Vamos a ponerte algo de oxitocina para que la espera sea más corta —susurró y acercó la aguja a la bolsa de venoclisis que pendía de un tubo de metal.

Bostecé e intenté peinar mi cabello en una coleta, las molestias habían vuelto a desaparecer y eché una ojeada a mi alrededor, me sorprendí al ver que por la ventana que estaba frente a nosotras entraban unos rayos radiantes de un sol veraniego, estábamos en el tres del complejo hospitalario y se notaban algunas ramas de los árboles moverse con la brisa. Me incorporé en la camilla y suspiré, me hacía falta algo con qué distraerme porque en esa sala no permitían el uso de celulares, tampoco llevaba libros o algún tipo de revista y las maletas las tenían Alex y Mell, así que me quedé mirando un punto fijo de la pared para no volver a mirar a mi alrededor.

No supe qué efecto tenía la oxitocina hasta que una punzada atravesó mi espalda y chillé del dolor retorciéndome en la camilla a medida que se incrementaban los dolores y la debilidad regresaba a mis piernas, escuché como la enfermera le comunicó a uno de los doctores que el parto había sido inducido exitosamente y resoplé, dolorosamente, mejor dicho. Claro, la espera sería corta, decían.

De inmediato los latidos del corazón de mi bebé que eran monitoreados por una faja elástica que apretaba mi vientre, comenzaron a acrecentarse y a acelerarse aún más. Intenté acariciar mi piel con una mano y con la otra me asía con fuerza de la camilla para no gritar porque cada vez los dolores penetraban con más rudeza en mi interior.

Comencé a sudar, a hiperventilar y me asusté, me asusté mucho. Mi cuerpo con cada instante se hacía más débil, la fatiga comenzaba a adueñarse de mis sentidos y las náuseas en pocos segundos habían regresado. Sollozaba, gruñía, fruncía los labios con todas las fuerzas que me quedaban y me quejaba por el dolor que estaba experimentando. Intenté calmarme, pero las contracciones desaparecían solo por segundos y regresaban más feroces, más intensas y más crueles. Las lágrimas comenzaron a bajar por mis mejillas y de mi frente caían gotas de sudor frio.

Escuché un bullicio a mi alrededor y entreabrí los ojos para encontrarme con dos enfermeras y un doctor rodeando la camilla y quitando algunos cables que de pronto interrumpieron los latidos de mi bebé. El médico se encargó de revisarme y escuché que comunicaba que la dilatación había llegado a su final, estaba lista para el parto, de modo que, entre los tres me trasladaron a una camilla con ruedas y me condijeron a gran velocidad abriéndose paso entre las hileras hasta llegar a un pequeño cubículo del fondo.

Intentaba respirar con profundidad, pero ya nada lograba aliviar ese angustiante y punzante dolor. Mis mejillas ardían y mi cuerpo quizás nunca había estado a un nivel tan alto de calor, estaba empapada en sudor y la bata se pegaba a mi piel por la humedad. Mis piernas temblaban y cada vez me sentía más débil, una necesidad impresionante de expulsar dominaba mi entrepierna y mi vientre cada vez bajaba más.

Al llegar al cuarto de parto, sollocé al ver a Alex con los ojos cristalizados y de pie junto a una camilla en forma de sillón con sábanas blancas y estribos en la parte de abajo. Mi novio iba cubierto de una bata celeste y un tapabocas del mismo color que escondían sus facciones nerviosas, porque estaba segura que él también lo estaba.

Entre el doctor y las enfermeras pasaron mi cuerpo hasta la camilla y me instalaron en ella. De inmediato Alex se acercó y bajó su tapabocas hasta su mentón, gemí al ver cómo las lágrimas bajaban por sus mejillas y esbozó una sonrisa tierna antes de besar mis labios, luego pasó sus manos por mi vientre y lo acarició suavemente, transmitiéndome tranquilidad y paz con cada caricia, ya el final estaba cerca.

Tomé su mano y la apreté. Una risita nerviosa e incontrolable salió por mis labios y él me miró directo a los ojos para después dibujar una expresión de admiración en su rostro. Lo apreté con más fuerza y una fuerte contracción arrancó un gemido de mi interior al mismo tiempo que el doctor Smith entraba a la habitación y colocaba unos guantes de látex en sus manos.

—Debes pujar cada vez que te diga —explicó posicionándose entre mis piernas abiertas—. Ni antes ni después.

Asentí con un gruñido porque el dolor no me permitía hablar. Alex apretó mi mano y acarició mi rostro con su mano libre.

El doctor me examinó con la mirada y cuando dio la orden, tomé una bocanada de aire y pujé. Mi cuerpo me pedía hacerlo, era como si ya estuviera entrenado, como si él mismo por medio de un mecanismo natural supiera lo que debía hacer. Puje dos veces más, al ritmo que el médico me ordenaba y al mismo tiempo sentía a mi bebé descender un poquito más con cada esfuerzo que me salía del alma. La debilidad me estaba comiendo y agotando con cada empuje y mi frente estaba realmente empapada por el esfuerzo físico y emocional que me estaba costando cada arranque.

Mi novio se agachó junto a mí y cerró los ojos sin dejar de apretar mi mano y transmitirme todo su amor y admiración. Su respiración se escuchaba entrecortada y podía sentir en su pulso los latidos feroces de su corazón.

—Vamos, mi princesa… ya falta menos para conocer a nuestro bebé —susurraba una y otra vez en mi oído con dulzura. Sus palabras eran paz, eran sosiego y no sabía si era cierto o no que faltaba poco, pero lograban mantenerme decidida a continuar hasta el final, hasta tener en mis brazos a mi preciado regalo—. Lo estás haciendo fantásticamente. Eres la mujer más fuerte que conozco y si antes te admiraba ahora lo hago mucho más, mi niña —agregó en un susurro suave.

Sonreí entre mis resoplidos y besé su mano, nuestras miradas se conectaron y encontré la fuerza en sus ojos brillantes y llenos de emoción y felicidad. Sin dudas, Alex no solo era el mejor compañero de vida, sino también el alivio inmediato a mis angustias, a mi dolor, a mi sufrimiento… la anestesia en aquel doloroso proceso.

—Tú eres fuerte, mucho más que yo, tú puedes, princesa —murmuró y se bajó la mascarilla otra vez, pero esta vez se acercó y plantó un beso sutil en mis labios antes de sonreír orgulloso.

—Vamos, Bella… ya se ve la cabeza de tu bebé —ordenó el doctor Smith con voz grave y vi como se acomodaba en su silla para preparase—. Puja con todas tus fuerzas, uno o dos empujes y traerás a tu bebé al mundo.

—Vamos, princesa… ya viene nuestro hijo… tú puedes, mi pequeña —animó Alex sin apartar sus ojos de los míos y su sonrisa amplió dejando ver lo ansioso que estaba.

Tomé una bocanada de aire y llené mis pulmones de todo el oxígeno posible, sentí mi vientre contraerse y un fuerte y punzante dolor en mi entrepierna, cerré los ojos y reuní todas las fuerzas de mi interior. Mis mejillas se hincharon cuando pujé y un grito ensordecedor salió de lo más profundo de mis entrañas al mismo tiempo que sentía como la fuerza hacía descender a mi bebé hasta mi intimidad y de pronto, sentí un gran alivio y un agotamiento extremo en mis piernas que percibí flácidas y débiles.

Alex sollozó a mi lado y besó mi mejilla, unió su cabeza a la mía y sus lágrimas calientes cayeron en mi cuello. Mi cabeza quería explotar y mis brazos estaban igual de agotados que mis piernas, pero el llanto de un bebé resonó en nuestros oídos y ambos sonreímos al mismo tiempo, él besó la comisura de mis labios y yo dejé salir un gemido de felicidad al escuchar al doctor decir que había sido un parto exitoso.

Su sonrisa se borró al instante y adoptó una expresión confusa apenas escuchó mis palabras. Solté una risita y él rascó su nuca para luego balbucear:

—Espera, princesa…

—Sí, amor. Mis dos Alex, mis dos niños de los ojos bonitos —confirmé con seguridad y la paz abrigó mi corazón al saber que estaba haciendo lo correcto. Hacía varios meses había decidido cumplir la promesa que algún día juré a Mell, pero no lo hice por eso, lo hice porque efectivamente ese mismo niño de la promesa era el padre de mi bebé. Alex se merecía todo el amor del mundo de la misma forma como él se lo otorgaba a mi hijo, a nuestro hijo.

—Gracias por bendecirme de esta manera, princesa —repuso con una sonrisa llena de lágrimas surcando sus facciones emocionadas.

—Tú nos has bendecido con tu amor. Has sido y serás el mejor papá del mundo y estoy segura que siempre lo serás. Gracias por haberme esperado, por no olvidarme, por amarme de una forma tan sincera, tan linda y tan perfecta… no hay mejor papá para nuestro pequeño Alex que tú —musité con dulzura.

—Te amo, los amo y así será por siempre… nunca lo supimos, pero tal vez desde que nos conocimos el destino escribió nuestra historia, quizás estábamos destinados a encontrarnos… y seguir escribiendo esta historia de amor…

Asentí con rapidez y limpié algunas lágrimas mientras acunaba a mi bebé y lo mecía para calmarlo un poco porque había comenzado a llorar. Él sonrió y besó mi frente con dulzura, luego dejó un suave y delicado beso en la de nuestro hijo y se separó para mirarnos como si fuésemos lo más hermoso ante sus ojos.

También sonreí mientras sacaba mi pecho y amamantaba a mi bebé. Era tan lindo tenerlo entre mis brazos… después de tanta espera, de darle vida en mi vientre, de pasar con él mis noches y mis días, mis aventuras y mis desdichas, lo tenía entre mis brazos. Era lo más hermoso del mundo, sus manitas eran tan suaves y lindas, su rostro era tan hermoso, y su corazón ya había conocido el mío de una forma mágica. Acaricié su piel y cada fibra de mis entrañas se regocijó porque al fin había encontrado el tesoro más grande… mi familia. Y de algo estaba segura: no cambiaría jamás el hecho de ser madre, pero tampoco el de haber quedado abandonada y embarazada.

Porque sí, había sido una experiencia dolorosa en su momento… pero me había dado la alegría más grande de mi vida, de no haber sido por ese capítulo de mi historia, jamás habría podido comprender la grandeza del amor, la majestuosidad de Dios y los milagros, la bondad de una amistad, el amor verdadero y paciente, que todo lo cree, espera y todo lo supera, el valor de una familia, la lealtad de los amigos. Y, sobre todo, ese amor puro y sin igual, infinito y verdadero de una madre hacia su hijo y la fuerza de dos corazones latiendo al unísono, unidos por una conexión inefable que perduraría hasta el infinito y más allá.

—Son lo más hermoso del mundo —dijo Alex en voz baja al ver que nuestro bebé comenzaba a dormirse y cerraba sus ojitos con pesadez—. Mi familia.

—¿Sabes cuál es mi lugar favorito en el mundo? —pregunté a mi novio en un susurro y él negó con la cabeza, pero caminó sin dejar de mirarnos hasta llegar a la cabecera de la camilla, pero antes de que pudiera decir algo, él se posicionó detrás y se encorvó un poco para luego abrir sus brazos y rodearnos con ellos. Tomé una bocanada de aire y en un murmullo lleno de amor agregué—: Mi lugar favorito siempre será aquí, donde estemos los tres… mi familia.

Él sollozó y una lágrima cayó en mi mano cuando él hundió su mentón entre mi cabello. Yo sonreí entre las lágrimas que me provocaba la ternura del momento. Y mi corazón brincaba de la emoción, ahora sí, mi vida estaba completa. El valor de una familia yacía en esas tres manos que estaban sobre mi pecho, ahí, cerca del corazón, donde siempre debía estar.

Al fin había encontrado mi lugar en el mundo y un amor eterno entre esos dos corazones, pero también entre lo más hondo de mi ser. Había elegido amarme, había elegido amarlos… había escogido la felicidad desde el momento en que decidí tomar aire y continuar sin saber lo que vendría, manteniendo la esperanza de un día mejor; desde el momento en el que esa maravillosa casualidad cambió el rumbo de mi destino. Mi corazón solo podía agradecer a la vida, por esas casualidades que terminan quedándose y convirtiéndose en lo mejor de nuestra existencia. Porque a veces cuando menos lo buscas y lo esperas, tu camino te lleva a rutas inesperadas y la vida toma un giro que te lleva a conocer la felicidad y el amor verdadero. Yo la conocí así. Sí, por casualidades o tal vez, todo era parte de un plan maravilloso y mágico que me llevarían a encontrarme con el amor verdadero entre tanto dolor, nunca lo sabría… solo estaba segura de que no pudo pasarme una casualidad más hermosa que quedarme abandonada y embarazada… porque ahí, dentro del abismo, encontré mi felicidad.

FIN.

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