Venecia, que ciudad más hermosa. Sus paisajes me hacen olvidar de toda esta pesadilla que estoy viviendo. Es su belleza la que provoca una sonrisa en mi rostro mientras que una limusina nos lleva hasta su casa. —¿Te puedes imaginar viviendo aquí? —me pregunta y debo voltear a verlo.
Observo su rostro e intento descifrar que es lo que realmente quiere decir con esa pregunta, pero nunca puedo entenderlo.
—Es hermoso, pero no. Yo amo mi ciudad, amo su calor, el mar, y el estar cerca de mi padre. — digo firme y vuelvo mi mirada al cristal.
«No pienso permitirle que me aleje de lo único que me queda en la vida...Eso sí que no».
—Qué lástima...— dice y no quiero ni mirarlo. Tengo miedo de que pueda convencerme de algo más.
No entiendo que ha querido decir con eso, pero prefiero evitar preguntarle. Ya he entendido que no me responderá nunca a ninguna de mis dudas.
[...]
La limusina se dirige a la entrada de coches de una mansión, y me quedo sin habla al ver la belleza de la propiedad. — Creí que estaría enfrente de un canal y que íbamos a tener que utilizar un bote para llegar...— comentó al ver la preciosa casa, si es que se le puede llamar casa a esto.
— No todas las propiedades son así; en esta región al menos no. — me explica con una media sonrisa.
— Entiendo...— me limito a decir y sigo admirando la arquitectura veneciana del exterior de la casa.
El chofer estaciona, y luego nos abre la puerta. Una vez que él baja de la limusina, me ofrece su mano y con un poco de dudas aceptó su ayuda. –no tienes que pretender ser amable. — digo mientras acomodo mi vestido al terminar de bajar y su mirada me recorre de manera inquietante.
— Recuerda nuestro trato. — dice firme mientras me sujeta del brazo — tú serás amable conmigo, y yo lo seré contigo. — dice y asiento.
—Siempre y cuando haya gente alrededor. — le aclaro.
—Si. — Sentencia —Ven, vamos a entrar y por favor sonríe o al menos toma mi mano. — Me dice y sin ninguna gana, acepto que sujete mi mano.
Sus dedos acarician mi mano de una manera que envía una corriente eléctrica por todo mi cuerpo y no me gusta que provoque eso en mí, no quiero que su presencia o su roce me altere de ninguna manera posible. Tengo que reprimir estos extraños sentimientos.
Caminamos hacia la imponente entrada de la casa y la enorme puerta de madera, se abre antes de que él pueda hacer nada. —Benvenute signore e signora Sandonini! —dice un hombre vestido de traje.
—A mí no me importa cuántas mujeres quieran meterse en tu cama, pero una cosa si te diré. — le advierto dando un paso hacia él y mirándolo fijamente. —mientras que estés casado conmigo no estarás con nadie más. A mí no me dejaras ver como la imbécil que su esposo engaña con cuanta mujer se le aparezca. — explico firme.
«Si yo la voy a pasar mal; que él lo haga también...»
—Tú no puedes exigirme nada. — me reta y acorta más la distancia.
—Si puedo, mientras que en esos documentos digan que yo soy tu esposa; puedo exigir lo que yo quiera. —le digo sin importarme la poca distancia que hay entre los dos.
—¿Ah sí? — pregunta sonriente.
—¡Si! —respondo sin acobardarme.
—Entonces yo también puedo exigir. — manifiesta y sin más me toma por la cintura y comienza a besarme.
«¿Qué es esto? ¿Por qué me besa si no me ama? ¿No se supone que soy parte de su venganza?»
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