El Joven Secreto romance Capítulo 39

Samuel : Eva me dejó un mensaje avisándome que tenés su copia llave del departamento. ¿Podemos hablar de eso?

Que bien. Y yo que pensaba que tendría un sábado tranquilo.

May: Mi próxima práctica es el lunes. ¿Te parece bien?

Me siento estúpida. Me lancé a la piscina desde un trampolín, pensando que mi único riesgo a correr era si “cuidarlo” salía mal, pero no me detuve ni en segundo a tener en cuenta que quizá él no quisiera que yo fuera la que lo ayudara con algo en caso de ser necesario. ¿Y que, si no quería, si no sentía cómodo? Ese accidente podría interpretarse en parte como culpa mía, desde su punto de vista.

Mi teléfono vibra.

CHATS --- Samuel

Samuel: Perfecto. Te veo en dos días entonces.

El resto del día transcurre normal. Mía despierta y optamos por almorzar en la cama viendo una comedia algo mala y bizarra para mi gusto. Ella no hace mención sobre lo de anoche y yo tampoco se lo pregunto. Ni sabe que lo sé.

La llave sigue guardada donde la dejé y nadie sabe de su existencia salvo yo, su dueño y Eva, quien ya debe estar lejos de la ciudad, reencontrándose con su familia.

Luego de cenar nuevamente con nosotros, Mía se va. Mentiría si negara que quizá me esté distanciando un poco de ella, aunque no me hizo nada en particular. Me ocultó lo sucedido, sí, pero yo también lo mío y se podría decir que estamos a mano, de alguna forma…rara.

El domingo vienen unos amigos de mis padres a cenar, sin hijos. Como podrán adivinar, son la típica clase de gente con la que suele juntarse mi padre: millonarios, engreídos, sosos y, en pocas palabras, idénticos a él. Gente con cuyos hijos él desearía que yo saliera, me comprometiera y todo lo que le sigue a eso. De tan solo pensar en casarme con el hijo de algún amigo de mi padre se me va el apetito.

La mañana del lunes apago la alarma incluso antes de que suene, puesto que me he despertado antes de ella, ni yo sé por qué. Quizá se deba a los nervios, porque la verdad es que me genera un poco de ansiedad el día que me espera: hoy tocan prácticas y, por ende, la charla que Samuel me pidió tener, de la cual no sé qué esperar.

El chofer evade el tráfico de forma tan sorpresiva que llegamos al hospital antes de lo previsto. Bajo del vehículo, llevándome mi mochila y una camisa rayada.

La vereda está algo descontrolada para mi costumbre. Mucha gente yendo de izquierda a derecha, cruzando la calle hacia el hospital o en sentido contrario. Autos que se detienen con las luces intermitentes encendidas a la espera de que el pasajero descienda y así irse de allí, debido a que no se puede estacionar. Un señor vende paletas gigantes del tamaño de mi cabeza en la entrada, de diferentes colores y sabores. Hay dos niños comprándole con un billete en mano.

Luego de entrar al edificio, me tomo mi tiempo en la sala de espera, comprando un jugo y unas galletas de la máquina expendedora. Paso por recepción como siempre y me encamino a terapia intensiva con la planilla que me da la universidad en mano a la que le añadí una hoja impresa que me dio la recepcionista, donde suelen indicar datos del paciente, causa de su estado, historia clínica, etcétera. Y es al abrir la puerta de la sala 113 cuando me encuentro con una cara que no me es para nada familiar.

La interrumpo, horrorizada al captar a lo que se refiere.

—Entonces fue trasladado de terapia intensiva a rehabilitación. Como practicante su compromiso es con la sala y el paciente que esté en ella en ese momento. Luego viene otro, hasta que sus prácticas finalicen.

Miro nuevamente la hoja que ella me dio al entrar. Tiene razón.

—¿Puedo saber a dónde lo trasladaron para visitarlo antes de irme? Da la casualidad de que justo es un viejo amigo.

Para mi sorpresa, parece que no tiene problema en darme ese dato. Habiendo anotado eso, vuelvo a la sala 113, donde paso mis próximas horas. Me cruzo con una doctora que pasa por la sala dos veces para chequear el estado del paciente, saludarme e irse. Tengo suerte de que Rivera no se aparece en ningún momento. Será que no le tocó esta mujer como paciente.

Un enfermero entra a eso de las once a preguntar si todo estaba bien y si necesito algo. Le digo que todo estaba en orden y se retira.

Una vez sola, y con todas mis obligaciones del día cumplidas, cambio el agua de las flores blancas que reposan en la mesa que tiene la paciente a su lado, aunque eso no está en las obligaciones de un practicante. Me apena ver esas flores, probablemente enviadas por sus hijos o esposo, comenzando a secarse, creando una imagen más triste y melancólica de la que ya hay en esa sala.

Al mediodía me cambio, quitándome la bata como siempre y abandono el área de terapia intensiva vistiendo ropa civil, luego de una mañana larga pero sencilla.

Me dirijo a rehabilitación con el teléfono en la mano y la mochila colgando de mi hombro, donde traje las llaves, esperando devolverlas a su dueño en caso de que me las pida de regreso.

Historial de lectura

No history.

Comentarios

Los comentarios de los lectores sobre la novela: El Joven Secreto