El Joven Secreto romance Capítulo 47

—¿Sale de compras, señorita?

Pregunta el hombre mientras enciende el motor. Respondo que sí y comenzamos a movernos. No han pasado ni quince minutos cuando el vehículo se detiene en la puerta del enorme lugar lleno de tiendas. Desciendo, avisando que volveré en una hora. Mi idea es escabullirme por la puerta trasera, a través del estacionamiento, e ir al departamento que está menos de dos cuadras de aquí.

—Aparco y voy con usted.

Maldita sea, no tuve en cuenta eso.

—No es necesario, Martínez.

—Pero señorita, su padre…

—Mi padre no está con nosotros. Nada puede pasarme en un centro comercial cerrado. Relájate y toma un café de ese lugar.

Digo señalándole una cafetería de la esquina y tendiéndole dos billetes que saco de la mochila. Continúo hablando, esperando evitar que piense en decirme que no.

—Solo compraré unas remeras cómodas que necesito para usar por debajo del traje de hospital. Hace frío en ese lugar y me suelo congelar.

—Pero…

—Yo invito el café, (insisto sonriéndole de forma amable) lo preparan muy bien ahí.

Mentiras. Siquiera he entrado en el lugar.

—Está bien, es muy amable de su parte.

Luego de forzar al hombre de tomar el dinero, desciendo, llevándome mi mochila.

Entro al enorme lugar, viéndome rodeada de tiendas. Comienzo a caminar rápidamente en dirección a donde creo yo que estará el estacionamiento. Lo encuentro pocos minutos después habiéndome ganado un dolor de piernas por tanta caminada rápida y torpe, en la que he chocado con al menos dos personas que se me cruzaron. Bajo por la escalera mecánica, apareciendo en el estacionamiento, del cual salgo a paso apurado. Parece que no soy la única que hace este camino extraño, ya que el guardia de seguridad de la salida del estacionamiento no dice ni mu.

Una vez bajo aire fresco, me dirijo a un supermercado que se encuentra en la vereda de enfrente y compro algunas cosas que Eva pidió, aclarándome mil veces que dejó dinero en la mesa ratona de la sala del departamento para ello. Obviamente, no lo tomaré. Salgo de la tienda y, ahora sí, finalmente me encamino al departamento de Samuel, que está a menos de dos calles de aquí.

Estando parada en su entrada, miro a ambos lados por si acaso, aunque sé perfectamente que no hay nadie que me vigile. Es la costumbre. Llave en mano, abro la puerta y me dirijo al ascensor, cuyo botón presiono apresuradamente. No tengo mucho tiempo, ya han pasado más de veinte minutos desde que bajé del vehículo, y se supone que vuelva en poco más de media hora.

Una mujer de unos cuarenta años se aparece por detrás y se para a mi lado, esperando el ascensor. La saludo, ella contesta de igual manera, pero se queda mirándome algo extrañada. Las puertas se abren y entramos a la cabina. Sigo sintiendo su mirada sobre mí, aunque no la vea, y esta situación comienza a incomodarme.

—Qué curioso.

Suelta de repente.

—¿Qué es curioso?

Pregunto, demasiado perdida por la incertidumbre de la situación.

—Hace menos de dos horas vi a una chica muy parecida en la televisión.

—¿Ah sí?

—Era la hija de un millonario (comienza a relatar, apuntando la vista a las puertas cerradas del ascensor en movimiento), pero se quejaba de serlo porque decía que era una prisión vivir en esa clase social.

—¿Y qué piensa de eso? ¿Es curioso?

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