El Joven Secreto romance Capítulo 50

Le digo a Oliver que se puede ir, que lo llamaré y desciendo del vehículo. Este se mueve apenas Samuel llega a la vereda del edificio junto con los dos médicos. No sé si alcanza a ver a mi hermano en el volante, pero se gira levemente hacia el auto en movimiento, para luego depositar su mirada en mí.

—Llegaste antes que yo, incluso.

Emito una leve sonrisa, sin saber que decir al respecto.

—La enfermera dijo que habías salido ya, así que vine directamente.

El médico que lo ayuda por la derecha que tiene pelo enrulado y lleva un collar plateado por debajo del uniforme, nos mira a ambos antes de abrir la boca.

—Deberíamos subir, le cuesta estar de pie.

Asiento y me apresuro a sacar las llaves de mi mochila para abrir la puerta. Me aparto del camino, dejándolos pasar antes de mí, evitando así que esa puerta se cierre sobre ellos.

—Las cosas del joven quedaron en la ambulancia, ¿llamo a Thiago?

Le dice un médico a otro, mientras esperamos el ascensor.

—Si no pesan mucho las subiré yo.

Suelto de repente. Al médico de los rulos parece gustarle la idea, pero Samuel interviene.

—Ya hiciste mucho, May. Dejalo estar.

—Yo busco todo, él tiene las llaves, señor.

Digo, dirigiéndome nuevamente al doctor de la derecha. El de la izquierda supongo que ya se aburre de no participar.

—May…

Vuelve a hablar Samuel.

—¿Tus llaves no están en tu bolsillo?

Pregunto de forma obvia.

—Si, pero…

—Suban, entonces.

Exclamo para finalmente retirarme hacia la puerta por la cual entramos, regresando al fresco y ventoso exterior. Las “cosas de Samuel” resultan ser solo una mochila algo grande pero no precisamente llena. Supongo que lleva ropa, no tengo idea. No pesa mucho.

Cuando vuelvo a entrar al edificio, evidentemente no se encuentran más en la espera del ascensor. Subo sola, cargando la mochila de él en mi espalda y llevando la mía colgada en la mano, ya que pesa menos.

Cuando las puertas de aquella cabina se abren, veo al médico de la izquierda, el poco hablador, parado solo en el pasillo, husmeando su teléfono. No llego ni a pisar un pie fuera del ascensor cuando el de los rulos aparece, saliendo del departamento y se une a su colega, viéndome acercarme a ellos en ese preciso instante y manteniendo la mirada en mí. Un instante después también se le une su colega.

—¿Hay algún problema?

Pregunto al no entender la situación.

—¿Usted quien vendría a ser del paciente? Perdone por la pregunta.

Cuestiona el enrulado, con un tono algo cuidadoso.

—Amiga íntima.

Me apresuro a soltar, ni yo sé por qué.

—Bien. Ehm…

—¿Qué pasa? ¿Él está bien?

Ya mi tono es de interrogatorio, y me estoy proponiendo entrar a ver qué ocurre ahí dentro.

—Él está bien, no se preocupe (aclara, tratando de calmarme). Resulta, señorita, que…hay un malentendido con los gastos de internación. Si bien el hospital no es precisamente caro...

Mentira, si lo es.

—…es imposible no…cobrar los servicios.

—Yo misma pagué casi toda su internación.

Lo que me encuentro me sorprende: la habitación está casi a oscuras. No veo nada a primera vista, pero forzando la mirada logro ver una sombra moviéndose en la cocina. Me acerco, encendiendo la luz antes de avanzar, cuyo interruptor tardo en encontrar, ya que se esconde en el hueco que hay entre la heladera y una columna.

Finalmente, estoy mirando a un Samuel de espaldas.

—No tendrías que estar de pie. ¿Qué hacés?

Pregunto, algo perdida y sin contexto. Por el movimiento de los hombros llego a la conclusión de que está haciendo algo con las manos. Su cabeza esta agachada, con la mirada en la mesada.

—Samuel.

Digo, acercándome y poniéndome a su lado. Al tocarle el brazo noto que se tambalea un poco y diviso un bol con algo líquido dentro y una sartén en el fuego. La mano de él tiembla.

—Mirame.

Vuelvo a tocarle el hombro, esta vez obligándolo a girarse hacia mí y teniendo ante mis ojos una imagen que me hace pensar en que quizás los médicos se fueron demasiado pronto.

Samuel está pálido, mucho más pálido que en el hospital el otro día. Un sudor frío le cubre la frente y el cuello de la remera que lleva se encuentra mojado. Tiembla y le cuesta mantener la vista firme.

—Estoy mareado.

—Si, ya lo noté. ¿Qué hacés acá, pedazo de terco?

—Quería hacerte…

Toma aire, llevándose la mano a la frente, supongo que tratando de evitar caerse.

—…panqueques.

Pronuncia finalmente, mirando a su alrededor con confusión. Desvío la vista hacia la sartén y el bol, y por primera vez noto que hay un batidor de mano a su costado.

—¿Te pusiste a batir de forma manual con cuatro costillas rotas?

En su rostro se ve que de repente es consciente de la mala idea que parece ser lo que hizo y asiente, cerrando los ojos con fuerza. Y es segundos después cuando siento de forma brusca un peso mayor en mis hombros y me cuesta que no se me doblen las piernas. Las de él no tienen esa fuerza debido a su estado y la falta de equilibrio de su cuerpo me empuja hacia el mármol de la mesada.

Para cuando me percato de la situación y nos miramos a los ojos, estos están demasiado cerca y sus labios casi rozan los míos.

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