El Joven Secreto romance Capítulo 52

—Hey.

El tono de su voz se vuelve aún más delicado y suave. Aprovecho para escapar del momento incómodo de tenerlo observándome y me limpio la lágrima con el dorso de mi mano. Pero cuando ya no tengo otra salida, me veo obligada a mirarlo a los ojos nuevamente, encontrándome con una mirada que me pregunta qué ocurre sin tener que recurrir a las palabras.

—Alergia.

—¿Alergia?

Pregunta, pero su cara es más bien de sentir que me estoy burlando de él. Nos quedamos mirando por un rato, como si fuera un concurso de quien aguanta sin parpadear. Finalmente, se me escapa una risa, que provoca que Samuel estalle en una carcajada la cual sospecho que venía soportando desde que dije la palabra alergia.

—Vení, dame un abrazo alergia, que escuché que hoy en día se curan así.

Y sin dejarme responder o reaccionar, el que me jala del brazo es él, hundiéndome en un abrazo cálido y espontáneo, en el cual mi mentón choca con su hombro y reposa allí un pequeño lapso de tiempo, mientras siento la vibración de los latidos de su corazón en el mío. Creo que después de mucho tiempo, por fin me siento en casa.

—Qué caradura.

Suelta al separarse, sonriendo de forma pícara.

—Callate.

Se produce una especie de silencio incómodo luego de esa respuesta que hace que el ruido de las manijas del reloj sean lo único que oímos.

—¿Panqueques?

Se escucha de repente. Lo miro y parece un niño emocionado porque los padres compraron helado. Ante mi silencio, se pone de pie de forma brusca.

—¿PERO QUE HACES?

Lo vuelvo a sentar obligado.

—Panqueques.

La inocencia que posee o simula su rostro en este momento me causa muchísima gracia. Literalmente es un infante en el cuerpo de un adulto.

—Yo los hago. Tengo tiempo hasta irme.

Exclamo, alejándome hacia la cocina.

—Pero…yo quería…

Oigo a mis espaldas.

—Vos te quedas quieto ahí.

—¿Haciendo qué?

Esa pregunta ya es un grito, ya que me encuentro un poco más lejos, viendo que dejó batido en la mesada.

—Mira una película y te llevo tus panqueques.

Ignoro el hecho de que no recibo respuesta de su parte por unos segundos y vuelvo a batir levemente su mezcla tras encender la hornalla que apagué.

—No me gusta que hagan las cosas por mí y lo sabes.

Su voz suena literalmente en mi nuca y el bol casi vuela del susto. Me volteo. Está pegado a mí.

—¿Te podés sentar en el sofá?

—No. Quiero ayudar.

Insiste.

—¿Y no ayudarías con la película?

—No, porque conociéndote…vas a hacerlos y te vas a ir corriendo.

Suspiro, vertiendo lo que se convertirá en el primer panqueque en la sartén. Giro la cabeza hacia el reloj colgado encima de la puerta. Puedo atrasarme un poco, si le aviso a Oliver de antemano.

—Encargate de encontrar una buena película.

—May, te acabo de decir que…

Me volteo hacia él otra vez. Está más cerca de lo que presuponía, a menos de quince centímetros de mi rostro. Su respiración está agitada, y dudo que esta vez sea por el dolor, ya que no lo veo para nada adolorido. Evito que se note mi reacción a esa tensión que se produce en el ambiente.

—Veré la película con vos y luego me iré.

La película resulta ser un completo desastre. Los diálogos son forzados, los personajes no son realistas y la trama no tiene mayor sentido. Pasados poco menos de cuarenta minutos, estamos completamente aburridos y los panqueques se han acabado.

Como si fuera premeditado, despego la vista de la pantalla y me giro hacia Samuel, quien casualmente también hace lo mismo en ese preciso instante. Nuestras caras lo dicen todo: parecemos dos niños pequeños en una ópera, sentados en unas butacas incómodas y siendo obligados a callarnos por parte de nuestros padres, porque la función no nos entretiene en absoluto, convirtiendo la velada en una búsqueda exhaustiva de diversión fuera del escenario de la obra, al no haber otra opción viable.

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