Encuéntrame romance Capítulo 2

El día era gris, lluvioso y aburrido… aunque la época determinaba que no habría mucha lluvia, hoy era un día de esos en que el tiempo tomó desprevenidos a todos los habitantes de Durango, Colorado.

De hecho, hasta a la misma controladora Anaelise que estaba refutando empapada, mientras trataba de abrir la puerta de su casa.

Ana vivía en una especie de residencia de clase media, en ella solo se encontraban 20 casas alrededor de la suya y sus vecinos siempre trataban de llevar una buena convivencia para la comunidad. Sin embargo, esta casa, donde residía con su padre, nunca sumó para hacer parte de esa armonía. Pagaba su condominio por transferencia y nunca participaba en ninguna actividad que solía realizarse los fines de semana.

Ahora mismo, frustrada por no poder abrir, Anaelise sabía que la señora lambiscona e intrépida estaba en el porche frente a su casa, observándola detenidamente. Ni siquiera sabía su nombre, la tituló “lambiscona” porque siempre trataba de sacarle conversación cuando entraba o salía de su casa. Así que, estar mojada, resbaladiza para tomar sus llaves, y con la mirada insistente de aquella señora, solo le aumentaban la ansiedad y el fastidio.

A muchos les encanta la lluvia, de hecho, la anhelaban para ovillarse en casa y ver películas con la familia. Pero… En su caso, la lluvia era una tortura, eso sumado, a que ella detestaba estar en “esa” casa.

Por fin, después de varios improperios encontró la llave y le dio vuelta para abrir la puerta. No esperó mucho y cerró de un portazo tirando el bolso que tenía colgado de lado a su cuerpo, colocando las llaves sobre una mesilla cerca.

Todo estaba en silencio. “Y esto era normal”.

Nadie la esperaba al llegar, ni tampoco debía recitar como estuvo su día a alguna persona.

Ella era una chica reservada, inteligente y con cero por cierto de relaciones interpersonales. Aunque tenía 19 años, ni siquiera tenía una mejor amiga.

Abrió la puerta de la nevera y detalló todo su contenido. Tomó una manzana verde y luego la lavó para comer. Tomó un lapicero y una libretilla cerca de la cocina y comenzó a escribir en forma de lista las cosas que estaban haciendo falta en la despensa, y mientras ella creaba la lista en su mente fue interrumpida por la voz de Carla.

—Hola, Ana…

La mujer rubia se detuvo frente a ella queriendo pasar a la nevera también. Alzó la vista y le dio el paso mientras daba una ojeada al reloj de pared.

«Carla iba a prepararle la cena a su padre».

Carla Grotts era la cuidadora de su padre desde que cumplió 12 años. Esta se encargaba de todos los cuidados de él, incluso cuando ella estaba presente.

Edward Becher, el padre de Anaelise, hace 7 años sufrió una caída cuando trabajaba para una constructora del estado. Estaba destacando su rol de arquitecto revisando la obra, cuando deslizó de un arnés mal equipado y cayó de casi 4 pisos de altura. El que hubiese sobrevivido, era un milagro, sin embargo, este suceso no fue para nada devastador para Anaelise.

Ella odiaba a su padre.

Luego de este hecho, el estado indemnizó a Edward colocándole una tutela a su hija, junto con el cumplimiento de todos los pagos a sus necesidades; lo que incluía: pago de su cuidadora y enfermera privada, cubrimiento de todas las necesidades de sustentación, y el pago de la preparatoria de Anaelise, incluso su universidad.

Era sencillo de escuchar, no obstante, hubo una condición para que su hija pudiera sacar provecho de todas estas regalías, que a la larga eran justas. Ella debía quedarse con su padre y vivir bajo el mismo techo, como también cuidarlo por las noches cuando la enfermera se fuera del lugar para descansar.

Cuando la chica de 12 años fue citada junto con la persona que se había encargado de su tutela, ella había querido vomitar en el recinto.

La noticia del accidente de su padre en el momento, fue como tirarse en una piscina justo cuando el calor ya no era soportable para el cuerpo. Incluso pensó que después de esto, ese hombre desaparecería de su vida. Pero no fue hasta que le informaron de esta condición cuando sus esperanzas cayeron, y ella no tuvo otra cosa más que asentir.

Viviría nuevamente su infierno, solo verle la cara todos los días a ese hombre que la observaba en silencio era una pesadilla para ella.

Así que, en resumidas cuentas, aunque parecía que las cosas no eran fáciles para Anaelise, simplemente trataba de llevar una vida, aparentemente normal.

—Hoy debo irme una hora antes —volvió a decir la mujer en dirección de Ana—. ¿Estarás bien con eso?

—Sabes que después que dejas a ese hombre en su cama, de la misma manera lo encuentras al otro día —respondió Ana sin mirarla, siguiendo con su lista de compras.

Carla la ojeó por un momento, quería saber de una forma desesperada cuál era el motivo por el que Anaelise odiaba tanto a su propio padre. Incluso en la ciudad se cotilleaban muchas cosas acerca de Edward Becher, pero nada sobre la chica.

Durango, Colorado, era una ciudad pequeña y montañosa, muy ciudad y muy acelerada con su forma de vivir. Pero a la final se podía saber sobre la vida de todos. Así que la casa de los Becher se había convertido en un enigma que hacía picar la curiosidad a muchos habitantes que vivían cerca de la residencia.

Para Carla, el padre de Anaelise era un mujeriego de su época. No era millonario, pero era un hombre profesional que podía tener todas comodidades en su vida.

Sin embargo, cuando Anaelise tenía 4 años, Ross Overent, su madre, enfermó de una neumonía de la que no se pudo recuperar. Después del sepelio de su mujer, Edward dejó ver lo peor de su persona. Bebía casi todo el tiempo, era incumplido con sus trabajos, y se llevaba a cuanta mujer se encontrase en el camino.

Entonces el hermano de Ross, Ned Overent, tío de Anaelise, llegó a la casa para transcurrirla de vez en cuando y tratar de componer la situación para que a la pequeña no viese el mal ejemplo que su padre le estaba dando. Ese hombre llegaba y se iba durante al menos 5 años consecutivos, hasta que un día sin que nadie entendiese, desapareció. “Quizás se había obstinado de la situación”, pensó la gente.

Todos hablaban de más, pero siempre decían que ese incidente de Edward había sido algo como un suicidio, que, por cuestiones de la vida no se materializó. Así que la llegada del tío de Anaelise fue como el ruego que todos habían hecho para esa niña desprotegida. Ya que después que Edward despertara en el hospital, el médico anunció que quedaría cuadripléjico de por vida, y aunque él podía hablar, nunca más lo hizo.

Carla volvió a remover la salsa para la pasta de la cena y movió los labios indecisa, luego de recordar toda esta historia.

—Anaelise… —dijo de forma cuidadosa. Sabía cuál volátil era la muchacha—. He leído varios periódicos, y sabes, a veces la prensa miente…

La chica quitó los ojos de la libreta y miró fijo a Carla, el tono de la voz de la mujer le decía a gritos que tocaría un tema que iba a incomodarla.

—¿Sobre qué? —preguntó rápido dejando su lapicero en el muro.

—Es que, ya sabes, dicen que hubo una denuncia contra tu padre, pero que fue cerrado el caso…

La agitación en el cuerpo de Ana comenzó a multiplicarse, de hecho, la rabia era de la misma magnitud como las otras veces cuando alguien quería meter la mano en la llaga, ella conocía los síntomas a la perfección. Pero, por un momento pensó que esto era insignificante y que no valía la pena gastar energía en ello.

Dio una mirada rabiosa hacia Carla y no titubeó más de dos veces en responder.

—Señora Grotts, a usted le pagan por cuidar a mi padre, no por la información que yo le dé. Si está muy interesada…

—¡O no, Ana…! ¡Lo siento! —se disculpó la mujer de inmediato sin dejarla terminar. Así que Anaelise se giró sobre sus propios talones y subió a su habitación sin pensarlo.

Estaba agotada, hizo todos los trámites para el inicio del año y solo ese hecho la hacía temblar. Leyó que esa facultad era 50 veces más que su pequeña preparatoria. Y saber esa cifra, más todas las personas con las que tenía que lidiar a diario, le hacían querer pensar en declinar sin haberlo intentado.

Se detuvo frente al espejo y escuchó las palabras de Oliver en su cabeza.

Esta era una de esas estupideces que él le colocaba hacer a diario, y tenía mucho tiempo sin hacerlo, recordándolo ahora. Vio su imagen de pies a cabeza, pero no encontró nada que la hiciera sentir bien.

Era delgada, su cabello era castaño y cualquier persona que la viera a simple vista, podía concluir que ella era una chica linda, y agraciada. Pero lastimosamente ella solo podía ver oscuridad en su cuerpo, incluyendo la repulsión que le causaba este.

Se quitó los zapatos y se tiró a la cama ovillándose mientras una lágrima corría por sus mejillas. Quería, y estaba tratando, pero en días como estos incluso, solo quería echarse a dormir y abandonar el esfuerzo.

—No puedo Oliver… —susurró antes de quedarse dormida.

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