Paula suspiró al escuchar el sonido de su despertador, maldijo en tono bajo, no tenía ganas de ponerse de pie. No deseaba enfrentarse con Arturo Montecarlo y tenía miedo de evadir a Alejandro.
El niño era el más inocente en todo aquel embrollo que se había armado. Explicarle que ella no era su madre, era difícil, pero aceptar ser la esposa del magnate era una reverenda locura, un sin sentido.
Ella no conocía nada del hombre, ¡apenas se habían visto ayer!
—¡Paula, cariño, se te hará tarde! —la voz de su abuela, le recordó que no podía darse el lujo de faltar a su trabajo, ella tenía prohibido rendirse.
La joven hizo acopio de toda su fuerza de voluntad, salió de la cama, se dio una rápida ducha, se vistió con prisa para desayunar con su abuela. Era el único momento del día que compartía con ella.
Media hora después se despidió de su abuela, se preparó para enfrentarse con lo que sea que el destino le tenía preparado para hoy. El destino o específicamente Arturo Montecarlo de Mendoza, porque tenía la sospecha que no le sería nada fácil escapar del magnate y sus sucias intenciones.
Paula no se equivocó…
—¡Mamá! —Alejandro corrió en su dirección.
El lujoso auto estaba estacionado a las afueras del colegio, Arturo Montecarlo estaba recargado sobre el capó, como si fuese el puto amo.
—Hola, Alejandro —saludó Paula tratando de sonar profesional y un poco cortante. Sin embargo, se arrepintió al ver el rostro triste de Alejandro.
—Hola —saludó el niño.
—¿Cómo sigue tu brazo, cariño? —preguntó acariciando los cabellos castaños de Alejandro.
Una caricia que llenó de vida y alegría al pequeño.
—Aún duele, ¡pero estará mejor ahora que estoy contigo! —exclamó.
Paula se obligó a sonreír, pasó saliva y tomó la mano de Alejandro. La joven maestra había tomado una clara decisión, cuidar al niño e ignorar al padre.
Arturo sonrió al ver caminar a Paula con su hijo tomado de la mano, Alejandro sonreía y eso era suficiente para él.
—Buenos días, señor Montecarlo, puede venir por Alejandro a la misma hora —dijo Paula sin darle tiempo a nada, dejando sorprendido al magnate con su actitud.
¡Esa mujer era corriente y arrogante!
Arturo apretó los dientes y los puños con fuerza, estuvo tentado a golpear el capó de su auto, ante la actitud de Paula Madrigal.
El empresario se dio cuenta de que la mujer no pensaba acceder voluntariamente a su petición de matrimonio, así que lo haría a su manera. Le cerraría todos los caminos, ¡pero ella sería su esposa y la madre de su hijo!
Con el enojo y una decisión tomada, subió a su auto y se dirigió a la oficina, tenía que ponerse a trabajar.
Mientras tanto, Paula intentó hacer su día de lo más normal, dio sus clases con Alejandro sentado en su escritorio, el niño no quería alejarse de ella ni un solo segundo. Lo acompañó al servicio debido a que no podía atenderse solo. Fue muy difícil para ella, porque cada segundo que pasaba Alejandro se apegaba más y más a ella.
—¿Por qué estás molesta con papá? —preguntó Alejandro durante el receso.
—No estoy molesta —intentó Paula explicar.
—Entonces, ¿volverás con nosotros? —preguntó Alejandro con el rostro lleno de esperanza.
«¿Por qué me pones una prueba tan difícil?», pensó Paula mirando al cielo.
—Cariño, tengo una abuelita a quien no puedo dejar sola, pero podemos intercambiar número de teléfono, eso sí tiene que ser un secreto entre tú y yo, nadie puede enterarse —le dijo Paula en tono de secreto.
Era todo lo que podía hacer por él, podía dedicarle un tiempo por las tardes o antes de dormir. No podía ofrecerle más por mucho que ella quisiera ahorrarle sufrimientos, no estaba en sus manos. Ella no era su madre.
Las horas fueron pasando con prisa, a la hora de salida, Paula encaminó a Alejandro a una distancia prudente de Arturo.
El hombre la miraba con cara de pocos amigos, pero eso a Paula la tenía sin cuidado. Arturo era un hombre adulto y no necesitaba que le cuidaran el corazón.
Paula giró sobre sus pies y volvió al interior de la escuela.
Los siguientes días no fueron distintos al segundo día de clases. Paula marcó una línea invisible, saludaba de manera cordial a todos los padres de familia, pero con Arturo Montecarlo usaba un tono más profesional.
Con Alejandro no era así, el niño le escribía todas las tardes y por las noches le enviaba dibujos diciéndole cuánto la amaba y extrañaba. Eran pequeños detalles que estaban calando en su corazón.
Se sentía conectada al niño en muchos niveles, quizá porque ambos eran huérfanos y les hacía falta el calor de hogar. Sin embargo, eso no era suficiente para convertirse en una madre y esposa sustituta.
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