Mi Señor - Libro I - Serie Destino romance Capítulo 1

María Laura

La vida no es fácil, que me lo digan a mí que escapé de una niñez difícil, de una familia destructiva y traicionera, de un pueblo ciego por el machismo y de pocas ganas de salir adelante. Logré terminar mis estudios básicos y aplicar para una visa de trabajo en Estados Unidos, y luché por abrirme paso y por salir adelante, pero aun así solo conseguí estudiar y ser empleada doméstica.

Mis patrones eran un matrimonio de mediana edad, sin hijos. Decían las malas lenguas que la señora Karla nunca quiso tener, ya que arruinarían su estilo de vida y nada que decir de su esbelta figura. Eran un matrimonio privilegiado, y acaudalado en cuanto a estudios y materialismos, pero faltos de amor, atención y protección. Por cosas como esas es que preferí seguir esforzándome para poder tener mi profesión y no ser «nana» el resto de mi vida.

Estaba leyendo en una aplicación en mi móvil con mis audífonos puestos, sentada en el recibidor de un prestigioso centro nocturno, bebiendo el primer té de la mañana. Mi concentración estaba en los amorosos protagonistas de un libro, subido por algún escritor que narraba desde las penumbras, y encendía mi imaginación.

La hora avanzaba y me sobresalté al ver la puerta que daba al estacionamiento, Sebastián se asomó con una sonrisa de oreja a oreja. Él era el chofer de la misma familia para la que trabajaba, mi mejor y único amigo. Nos conocíamos desde hacía ya siete años, los mismos siete años que había estado trabajando para esa familia.

Lo invité a sentarse junto a mí e inmediatamente aceptó, trajo su café, se colocó a mi lado y comenzó a contar sobre lo que había sido su noche junto a la señora de la casa. Por cuestiones de trabajo el señor no se encontraba en la ciudad, entonces la señora era quien salía. Ella se daba la gran vida, aprovechaba hasta el más insignificante descuido de su marido para escaparse, y según lo que contaba Sebas, iba de antro en antro buscando una presa.

Me dijo que la señora no había preguntado por mí, cosa que me calmó, nos habíamos escapado para poder ir a ver a Madame, una mujer entrada en años que trabaja como regenta de un prestigioso cabaret, y también ayudaba a las jóvenes como yo, que querían vender su virginidad… porque si aún era virgen. A mis veinticinco años aún era virgen. Hacía tiempo, mucho tiempo que sabía de ella, solo no me había atrevido a venir, pero una oportunidad en la Universidad de Nueva York se presentó y necesitaba el dinero para mudarme. Ese dinero también me daría la libertad para dejar de trabajar como sirvienta.

Por su parte, Sebas también se iba. Nos habíamos acompañado ya por siete años, quería volar conmigo a Nueva York y perseguir su sueño de volverse un prestigioso chef. Aunque tenía los estudios nunca había ejercido como tal. Los dos teníamos ahorros, pero los míos no eran suficientes. Nuestro plan era adquirir un pequeño departamento cerca de la universidad y buscar trabajos de medio tiempo, mi beca cubría mis estudios, pero aun así necesitaba dinero para moverme y alimentarme.

Estábamos charlando sobre eso, cuando Madame me llamó por mi nombre sustituto. Me observó con sorna y me regaló una falsa sonrisa. Entró en su despacho, que olía a cigarro y a coñac, y me invitó a sentarme. Comenzó a hablar acerca de los trabajos que tenía para ofrecerle a una persona como yo, pero en ese momento la interrumpí.

—Disculpe —dije calmadamente—, yo vine en realidad por esto. —Le extendí el papel donde estaba el detalle sobre el trato de la virginidad. Sorprendida me miró, apagó el cigarro y me estudió con la mirada.

—¿Cuál es tu edad? —preguntó sin dejar de observarme.

—Veinticinco años, señora —respondí de inmediato.

—No puedo negar que por tu apariencia exótica y esos bellos rasgos … —Suspiró y la vi sacar una hoja donde anotó algunos datos—. Aquí, como sabrás, no aceptamos a cualquiera, ve con este doctor y le muestras esto —dijo pasándome una tarjeta—. Le dices que necesitas todos los exámenes para el jueves. —Yo asentí y comencé a leer la lista que me extendió—. Una vez tengas eso, me lo traes de inmediato y hablamos de los pormenores, aquí se te facilitará todo: el lugar donde será el encuentro, la seguridad, incluso la ropa —terminó por decir—. ¿Alguna duda?

—¿Cómo se hace esto? —Ella me observó extrañada—. Me refiero a cómo sucede todo, vender, comprar…

—Existen dos métodos. —Tomó un lápiz y dibujó dos círculos en una hoja—. Está la subasta, es cuando reunimos a varias chicas, entre dieciocho y veintiséis años, que lamentablemente son las más comunes… estéticamente normales. En este mundo no solo basta con tener un bonito cuerpo —terminó por decir antes de levantar el lápiz y dirigirlo al segundo círculo—. Y está la venta exclusiva, que son solo clientes que vienen aquí por recomendación o son premium. Son los que más pagan, ya que no solo recibes lo que necesitas a cambio de tu virginidad, sino también uno que otro regalo.

—Entiendo —dije queriendo preguntar otra cosa. No supe muy bien en qué momento comencé a ser tan tímida—. ¿Cuál es el que usará conmigo?

—¡Ay niña, debes tener más confianza en ti! —me dijo con una sonrisa—. Usaré la segunda, porque me gustaría que, por cómo eres, te traten bien, y porque finalmente eres realmente bella y te mereces algo bueno.

Charlamos por un momento más, me gustó la manera en que se daba el tiempo de explicarme todo. Me excusé, ya que se iba haciendo tarde y aún teníamos que llegar a casa. Una vez nos retiramos y ya montados en el coche, Sebastián comenzó a hacerme preguntas sobre lo que me habían dicho. Fue él quien se comprometió a ayudarme en todo.

—Si el precio es bueno, podrías comprar un departamento y yo te ayudaría con los gastos comunes, se nos haría más fácil —dijo y pensándolo bien tenía razón, por lo que quedamos en pedir permiso para poder asistir a la cita médica juntos.

Charlamos y bromeamos mientras escuchábamos música, entrando a la zona residencial, en donde se encontraba la casa de los Rossi, nuestros jefes. Apuramos la marcha, ya que la señora de la casa acostumbraba a despertar cerca de las dos de la tarde, después de una resaca que la llevaba directo a la cocina por café.

Luego de pasar por la portería nos dirigimos al estacionamiento, bajamos del carro y descargamos algunas compras que se nos habían encargado. Rosa, la administradora del personal, nos esperaba sentada en la isla de la cocina, en donde siempre estaba sacando una que otra cuenta. Nos saludó y nos preguntó cómo nos había ido, por supuesto le dijimos que estaba lleno, que por eso la demora. Ella solo asintió y nos envió a cambiarnos de ropa.

Lo hicimos de inmediato. No tardé mucho en volver a la cocina, y comencé a preparar una sopa para la resaca de la señora, que no demoró en entrar en la cocina. Inmediatamente le ofrecí su taza con café cargado, me comentó que el señor estaría presente para la cena, que preparara un menú especial y que por favor la despertara después de las seis de la tarde. Asentí a sus órdenes y se retiró, dejando un silencio en la cocina mientras Seba se escabullía hasta donde yo estaba, sirviéndose un poco de café.

Era sábado por lo que la mayoría del personal no estaba. Rosa pasó avisándonos que se iba, que nos veríamos el lunes temprano. Seba y yo le pedimos el lunes por la tarde libre y ella accedió de inmediato, ya que ese día era en el que más personal había en la casa. Luego se marchó, deseándonos suerte en el día y medio en que solo estaríamos nosotros.

—¿Estás segura? —preguntó mi amigo de nuevo, observándome fijamente. Yo asentí —. Porque si no lo quieres hacer, es entendible, podemos buscar otra forma …

—Estoy más que segura —lo interrumpí—, es algo que nos conviene, y la verdad, no quiero seguir trabajando aquí. —Suspiré y tomé asiento frente a él—. No me siento cómoda aquí, no es el trabajo o los jefes, es solo que… —Solté el aire y por primera vez en algunos años recordé a mi «familia»—. Quiero cumplir mi sueño, quiero ser algo más que una mandada, quiero conocer, recorrer, educarme —hablé con esperanza—, quiero vivir.

—¿Seguro no te arrepentirás? —volvió a preguntar y yo rodé los ojos, me levanté y seguí con lo mío—. Eres mi mejor amiga en el mundo, no quiero que te hagan daño, entiéndeme —terminó por decir, tomándome de los hombros—. Es como cuando yo le conté a mis padres sobre lo que quería hacer y ellos me dieron la espalda, pero tú, tu querida me acompañaste, me consolaste, estuviste conmigo… —reímos por sus palabras —, todas mis primeras veces.

—La primera vez que te rompieron el corazón —dije dramáticamente—. La primera vez que te enamoraste de alguien prohibido…

—La primera vez que me rompieron el… —reímos con sorna.

—Sucio pervertido —lo interrumpí.

Así seguimos nuestra tarde; antes de despertar a la señora tenía todo listo para su velada, a las seis terminé de poner la mesa y subí hasta la habitación matrimonial. En cuanto entré, comencé a hablarle a la señora, ella no tardó en ponerse de pie y agradecerme por todo. Me pidió que nos tomáramos el resto de la tarde, explicando que le daría una sorpresa al señor. Asentí sin decir mucho y le di indicaciones de lo que había preparado, terminé rápido de ordenar y le envié un mensaje a Sebas, quien enseguida respondió con algunos emoticones.

Cuando llegué a la cocina, fue él quien me recibió; enseguida nos fuimos a mi dormitorio, y me comentó que podíamos salir a algún lado a divertirnos. Le dije que antes de hacer planes esperáramos, sabía cómo era la señora, siempre terminaba cambiando algo, y tenía el presentimiento de que esa noche sería algo movida.

Seba y yo nos entretuvimos viendo una película en Netflix, pedimos algunos bocadillos que no tardaron en llegar, y acomodamos todo para pasar la noche en mi habitación. Estábamos terminando cuando sentimos unos golpes en la sala.

Asustados por la severidad y fuerza de estos, corrimos a ver qué pasaba. Cuando llegamos no dábamos crédito a lo que sucedía: la señora había tirado todo lo que había preparado para la cena, la comida estaba en el suelo, la loza rota, mientras que ella estaba arrodillada. Me acerqué cuando vi sangre en sus manos.

—Venga —le dije llamando su atención—. Vamos, tenemos que curar esa herida —Me observó desconcertada, en el estado en que estaba no había sentido la herida. La ayudé a ponerse de pie—. Ve por el botiquín, por favor —pedí a Sebas, que observaba con cierta duda.

—No vendrá —balbuceó ella—, el maldito, desgraciado no vendrá. —Entendí que se refería a su esposo. En ese momento no supe cómo reaccionar, ella le había sido infiel hasta con muchachos del personal, pero aun así le molestaba no tener el control sobre su esposo. Solo callé y le hice una curación a su mano rota.

—Recogeré todo esto —dije una vez que terminé de limpiar su herida—. En cuanto acabe le subiré un té. —Negó con la cabeza y dirigió su mirada a Sebastián.

—Prepara el carro —ordenó—, saldré esta noche.

Después que se retiró no dijimos nada, y mi amigo me ayudó a levantar y limpiar todo. Cuando la señora regresó a la cocina lucía muy provocativa, se despidió de mí como de costumbre y se subió en el coche.

«Esta será una larga noche», pensé.

Inquieta, sin poder dormir, me fui a la cocina. Ahí comencé a leer, con algo de música suave y en compañía de una taza de café. Había sacado uno de los libros de la biblioteca del señor, por lo que cuidaba mantenerlo sin ninguna mancha. El estruendo en la puerta me sorprendió, luego comenzaron algunos gritos, por el tono y el sonido de la voz, supe que era mis jefes, pero ¿en qué momento había llegado el señor? Sebas entró después de algunos minutos, algo me contó sobre lo ocurrido, mientras los gritos cesaban y los portazos en el segundo nivel se escuchaban.

En la cocina nos quedamos, esperando que alguien apareciera o algo más pasara, pero no fue así. Agotado y casi en los brazos de Morfeo, mi querido amigo me abandonó, se fue a su recámara a dormir. Yo ya no podía hacerlo, así que decidí seguir con mi lectura. No sé muy bien cuánto tiempo pasó, pero unos pasos me sobresaltaron. Vi cómo el señor de la casa entraba a la cocina, me observó y no dijo nada; se acercó al refrigerador y sacó una jarra con té helado, me ofreció un poco y negué con la cabeza.

No supe bien por qué, pero me pareció algo desaliñado; ya no era el mismo hombre que había conocido hacía algunos años. Parecía demacrado, su rostro ya no irradiaba felicidad, sus esperanzas eran nulas, y por si fuera poco su matrimonio se derrumbaba.

—Es tarde para leer —dijo sacándome de mis pensamientos—, deberías hacerlo en el estudio, ahí la luz es mejor, así no te dolerán los ojos. —Terminó de cerrar el refrigerador y caminó hacia la puerta.

—¿Está bien, señor? —pregunté tímidamente—. ¿Necesita algo? —Lo vi negar con la cabeza.

—No, solo algo de tiempo. ¿Podrías hacer una maleta para mí, con mis pertenencias personales y más valiosas? —dijo casi en un suspiro.

—Si, no es problemas —respondí, mientras me ponía de pie.

—Estaré en el estudio, ¿tenemos cajas? —volvió a preguntar, esta vez girándose hacia mí.

—Sí —dije mientras las buscaba en uno de los estantes, pero no logré alcanzarlas.

Sin querer di un paso atrás, topándome con el cuerpo del jefe. Un escalofrío recorrió mi espalda ante su suave tacto. Puso su mano en mi cintura, mientras con la otra alcanzaba las cajas. Me quedé inmóvil, pero me obligué a salir del letargo, y traté de hacerme a un lado, sin embargo, él no lo permitió. Me giró en sus brazos y un abrazo nació entre nosotros, un raro pero intenso abrazo. Me pareció extraño, él casi nunca se mostraba cariñoso ante las personas, menos con la servidumbre.

Suspiró pesadamente cerca de mi oído, provocando que se me erizara la piel. Sin medir mis actos, puse una de mis manos en su cabello y lo acaricié descuidadamente, mientras él escondía su rostro en mi cuello. Por un momento no hubo nada más a nuestro alrededor, pero pronto aflojó su agarre. Con los ojos todavía cerrados me soltó, agradeció mi abrazo y salió de la cocina, dejándome sin palabras.

Pero ¿qué había sido todo eso? Aún con el cuerpo sin responderme del todo, comencé a hacer lo que me había pedido. La señora no estaba en la habitación por lo que hice todo sin mayores problemas. Entrando la mañana, le pedí ayuda a Sebas para poder bajar todas las maletas. Para nuestra sorpresa, él solo las quería en la casa de huéspedes, no dudamos y seguimos con nuestra labor.

—Está quedando mal —dijo Sebas al ver el semblante del señor mientras yo asentía—. ¿Y si renunciamos? —Sorprendida lo vi a los ojos—. Tengo un amigo que nos puede prestar un apartamento algo céntrico, mientras tú terminas lo que quieres hacer, y después nos marchamos —dijo fácilmente—. Ninguno de los dos le debe explicaciones a nadie y así hacemos tus trámites juntos y sin apuro. —Me pareció buena idea, aunque me sonaba algo raro… pero me gustaba.

—Creo que deberíamos hacer eso —le contesté mientras él no quitaba esa risa de bobo que se cargaba—. Creo que ya es tiempo. —Él asintió y seguimos con nuestras labores en silencio.

Cuando todo terminó y dejamos la casa impecable para ser habitada, nuestro jefe bajó hasta ella y estacionó el carro que usaría. Nos comentó que estaría por un mes en la ciudad y que después de que la señora y él hablaran, se marcharía. Parecía que esta vez sería en serio, dudé un poco, pero fue en ese momento en que se me ocurrió decirle que queríamos renunciar.

—¿Por qué? —preguntó secamente—. ¿Les molesta algo? ¿Quieren un aumento?

—La verdad es que no —dije seria, me parecía extraño su comportamiento—. Me ofrecieron una beca y la tomé, solo me faltan dos meses para entrar a la universidad y quiero buscar tranquilamente un lugar donde vivir —terminé por decir.

—Creo que es mejor que hablemos con la señora Rosa el lunes —me apoyó Sebastián y vi un cambio en el rostro del señor. Su seriedad helaba, pero no daría marcha atrás, quería salir de ahí, quería sentirme libre y hacer algunas cosas antes de marcharme de esta ciudad.

Ares Rossi

Tomé aire, desabroché mi chaqueta y me senté frente a la barra del bar que solía frecuentar. Había cerrado un negocio importante y como siempre, estaba solo para celebrarlo, no sabía muy bien dónde estaba mi mujer, ella prácticamente tenía una vida diferente a la mía. No celebraba mis logros, no estaba conmigo cuando podíamos, lo único que le servía de mí eran las tarjetas de crédito. ¡Uff! Ese sentimiento de soledad me invadió, y últimamente era cada vez más frecuente.

Solo el hecho de tener que llegar a casa, a esa enorme casa que compré, que le regalé esperando que creáramos una familia, la misma que imaginé con pequeños desordenándolo todo… era como si una daga atravesara todo mi ser. Mi alma estaba cansada.

De reojo vi una pareja que se besaba en uno de los rincones del bar, aquel bar que solo estaba a unas cuantas calles de la zona residencial donde vivía. No había avisado que llegaba así que nadie me esperaría. Tampoco pedí que el chofer fuera por mí, prefería que estuviera disponible para mi esposa.

Sabía que ella estaba molesta, nuestra última llamada no había sido muy cordial. Ella quería que llegara con urgencia a la casa y yo solo le inventé una junta. En realidad había querido sorprenderla, pero al escuchar su trato mediante el móvil, se me habían quitado todas las ganas de hacer algo con ella o para ella.

Una risa algo familiar sacó mi cabeza de esos pensamientos. Volví a mirar en dirección a la pareja que se demostraba su amor tan apasionadamente en aquel rincón. Aún no se soltaban, la luz tenue ayudaba a sus bajos instintos. Otra vez esa risa inundó mis oídos, fijé mi mirada en aquel rincón y de pronto la mujer dejó de darme la espalda. Un frío recorrió mi cuerpo, con sorna observé mi anillo, que tan orgulloso cargaba… ¡Digno final para tan alto matrimonio! Yo disfrutando de una copa solo mientras mi mujer disfrutaba en los brazos de otro, en el mismo bar a donde tantas veces la llevé a disfrutar conmigo.

Reí de mala gana para luego terminar mi trago de un solo golpe, relajé un poco el cuerpo y les envié una botella de champaña de regalo. Bien sabía que hacía años este matrimonio iba mal, pero nunca pensé que ella me sería tan desleal, ¡y en mis propias narices!

—Una excusa, como salida de la manga, para divorciarme. —Mi subconsciente trabajaba por mí—. Mi as bajo la manga. —Volví a reír, sin muchas ganas.

Calmadamente pagué y me retiré. En el estacionamiento busqué el carro que usaba mi esposa, di con nuestro chofer, parado; me acerqué y él sin decir nada abrió la puerta para mí. Lo noté algo nervioso, pero el silencio era mejor que una pobre explicación.

Prologo 1

Prologo 2

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