Mi Señor - Libro I - Serie Destino romance Capítulo 2

María Laura

La luz se había ido, Sebas y yo decidimos cantar un rato con la luz de un pequeño juguete que me gustaba, un proyector de estrellas de colores; pasamos un agradable momento así. Ya habíamos empacado nuestras cosas, solo nos faltaba hablar con Rosa. En un principio la idea era pedirle a la señora todo esto, pero bajo las circunstancias preferimos hablar con ella, de seguro nos entendía, Rosa siempre me dijo que siguiera luchando para poder estudiar.

—¿En qué piensas? —preguntó mi amigo, sentado en el suelo frente a mí, con un micrófono en la mano—. No te vayas a arrepentir.

Negué con la cabeza.

—Ya llegamos hasta aquí —le respondí—, no daré un paso atrás ni al lado, quiero hacerlo, y si es necesario pasar por eso no me importa, no quiero seguir posponiendo todo.

—¡Esa es la mujer que conozco! —me alaba con burla—. Ahora ¿cantamos?

Elegimos algunas canciones mientras comíamos algunos snacks. Él fue quien eligió algunas en español, con el tiempo yo se lo fui enseñando y él a mí algo de italiano. Reímos de nuestras tonterías, la charla no paraba, pero yo todavía pensaba en ese abrazo. Me daba vueltas en la cabeza, recordaba lo frágil que se veía el señor. Traté de concentrarme en el juego que tenía con Sebas, pero se me hacía imposible. No quería contarle sobre el abrazo, se lo diría, pero una vez que nos fuéramos de aquí.

—Entonces, el lunes hablamos con Rosa, ese mismo día nos vamos, nos instalamos y vamos a médico. —Rodé los ojos, ¡otra vez con lo mismo!, pero yo solo asentí —La idea es salir de eso lo antes posible.

—Mi idea es estar lista en una semana y luego largarnos —le respondí entre risas—, agradezco todo, pero lo mío no es estar toda la vida aquí. —Era la verdad, no podía decir que el trabajo era malo, de hecho era muy bueno, pero no era lo que quería seguir haciendo el resto de mi vida.

—Tienes el número de Madame. —Yo asentí y enseguida lo busqué en mi móvil para mostrarle—. Entonces solo tienes que llamarla.

—Sí, y si todo sale bien, el próximo fin de semana saldremos de esto. Solo le pediré que sea rápida. —Necesitaba que fuera rápida.

—Creo que será rápido. —Lo vi pensando con la mirada perdida, fija en la pared—. Eres hermosa y aunque quieras ocultarlos, tus ojos azules sobresalen. Eres pequeña, tienes una figura envidiable ¡y vaya que comes chatarra como para que aún la conserves! Tu cabello negro no hace más que llamar la atención hacia tu piel blanca. —Suspiró—. Que tú no te dejes ver más sensual es cosa tuya.

—Sabes muy bien por qué no lo hago —le respondí usando el mismo tono conciliador—. Es raro para mí, sobre todo por el peso que llevo.

—Sí, pero aquí no están tus padres. —Lo sabía, no podía ser así por siempre—. Aquí no te maltratarán por tu apariencia de niña fresa. —Reímos los dos, pero pronto Sebas tomó mi mano—. Debes liberarte de todo eso, todo ese peso que traes, aquí no es lo mismo, aquí puedes ser libre, volar o vivir. —Arrugué la nariz y asentí, cuando se ponía razonable no podía más que estar de acuerdo—. Eres hermosa, disfrútalo, que nadie te diga que no puedes hacerlo, si no se las verá conmigo. —Reímos a carcajadas, pero un trueno nos interrumpió.

—Creo, mi poeta empedernido, que es hora de irnos a dormir.

Él negó con la cabeza, mientras los dos nos levantábamos.

Comenzamos a ordenar y poner todo en su lugar, no había mucho que hacer, ya casi todo lo tenía empacado. Sentimos cuando la lluvia comenzó a caer. ¡Qué rara una tormenta casi en pleno verano! No le dimos muchas vueltas y nos despedimos, Sebas se fue a su habitación y yo me encerré en la mía. Escuché la lluvia caer y busqué en mi móvil algo que leer. Reí con algunos memes y comencé a buscar con qué entretenerme.

Observé la hora y seguí sin poder conciliar el sueño, me levanté de la cama y salí de la habitación. Caminé hasta la cocina y busqué algo para calentar agua, me vendría bien algo de leche caliente. Un fuerte ruido me sobresaltó, tomé uno de los candelabros y encendí las velas, caminé hacia la puerta de la cocina pues estaba segura de que el ruido se había producido en el comedor o en el despacho. Al entrar al recibidor caminé directo al comedor.

—¿Quién anda ahí? —pregunté algo asustada, pero al dar la vuelta me topé con él, mi jefe, ese hombre de ojos hipnotizantes. Di un respingo por el susto—. ¡Qué susto! —dije llevándome una mano al pecho—. ¡No haga eso, me da miedo! —Sus ojos me observaban en cada movimiento—. ¿Le pasa algo? —pregunté al ver que no decía nada.

No dudó en acercarse a mí, sus manos se fueron a mis caderas, acercando nuestros cuerpos. Tomó el candelabro que yo cargaba y en un movimiento apagó las velas. No dijo nada, no hizo nada, solo aspiró mi aroma y ocultó su rostro en el semicírculo de mi cabeza y mi cuello. Mi cuerpo se inundó con una extraña sensación de calor, un palpitar se instaló en mi pecho, provocando que cerrara mis ojos y disfrutara del momento.

Un trueno provocó que temblara, él solo me observó por un momento, sin alejar sus manos de mi cintura. Me levantó sin decir nada, pero entre sus brazos me sentí segura, caminó conmigo en brazos hasta la cocina y me sentó sobre la isla. No alejó su cuerpo del mío, solo me abrazó como aferrándose a una roca en medio del océano.

«Debe haber bebido demasiado» pensé, pero su aroma varonil no se mezclaba con nada más que algo de sudor.

Reuní algo de valor y por segunda vez me atreví a acariciar su cabello con mi mano, suavemente pero seguridad. Traté de aflojar un poco su agarre, pero no desistió. Seguí sigo acariciando su cabello y parte de su rostro, lo observé fijamente y me di cuenta de que sus ojos estaban cerrados. Los nervios recorrieron mi cuerpo, pero aun así me gustaba la posición en la que nos encontrábamos.

«Basta, es un hombre casado», me retó mi subconsciente.

Sentí sus manos hacer un recorrido ascendente desde mis muslos, cruzando por mi cadera y siguiendo por mi espalda.

Al llegar a mi cuello, fue él quien se separó por un momento de mí. Observó mis labios, provocando que me mordiera el labio inferior. Al parecer eso solo hizo que lo deseara más, lentamente posó sus manos en mis mejillas y acercó su rostro al mío.

En un impulso que realmente no sé de dónde salió, tomé la solapa de su camisa y pegué sus labios a los míos. Una sensación de plenitud llegó a mí, él se dejó llevar y pronto el beso se intensificó. Sus caricias eran suaves pero cargadas de deseo, una de mis manos bajó hasta su cintura alta, provocando que se acercara a mí. Al estar sobre la encimera, le di fácil acceso para que el roce de nuestros cuerpos se intensificara, en ningún momento abandoné ese preciado beso. Él me levantó y yo enredé mis piernas en su cintura, una de mis manos tomó su mejilla y la acarició, mientras dejaba que su experta lengua se saciara de mi boca.

Nuestros labios se separaron, pero él puso su frente sobre la mía y mis ojos se cerraron. Disfruté así del contacto, sabía que no pasaría nada más, yo no podía arriesgarme, pero quería disfrutar de esto… aunque la verdad era que no sabía muy bien lo que deseaba. Nuestras respiraciones agitadas se escuchaban en la cocina, la poca luz que se colaba por las ventanas solo dejaba apreciar la silueta de cada uno. Él me alzó más y escondió su rostro en la hendidura en medio de mis senos, aspiraba con fuerza como queriendo fundirse con mi aroma.

—Huele a primavera —susurró. Yo estaba bloqueada, no sabía qué decir, las palabras no salían de mí, esto estaba mal, él era un hombre casado, y yo… yo necesitaba resguardarme. Todavía no podía permitirme reconocer ese sentimiento.

Poco a poco fue soltándome. Elegí callar, disfrutando del momento, pero tardó solo unos minutos en dejarme sobre el suelo nuevamente No era capaz de mirarme fijamente; sus ojos perdidos, que parecían analizar la situación, me inspiraron desconfianza.

—Permiso —dije únicamente, y caminé hasta mi habitación.

«No es cobardía», repetía una y otra vez en mi cabeza mientras caminaba. Una vez dentro, cerré la puerta con seguro y me dejé caer hasta el suelo apoyada en ella. Aprisioné mis rodillas con mis manos y eché atrás la cabeza. ¿Qué rayos había pasado? No podía negar que había disfrutado de su beso, su tacto y sí, también su atención, pero ¿por qué no había dicho nada más? Ese hombre me desconcertaba.

No podía recriminarme el haber disfrutado de ese momento, durante esos minutos nada había importado. Lo que sí me recriminaba era no haber dicho nada, al menos un «Hazlo, yo también tengo ganas». ¡Pero cómo no tenerle ganas a semejante hombre! Me perdía en sus ojos, su cuerpo trabajado me hacía entrar en calor de inmediato, siempre procuraba estar correctamente vestido y su edad… ¡uff! Me encantaban esos cuarenta y tres años bien puestos, exactamente como el vino. Él era sueño de cualquiera, pero solo era su empleada doméstica.

Suspiros, suspiros y más suspiros salían de mí. Sentada ahí, sujeta a la puerta, vi amanecer lentamente, hasta que nos pasos me alarmaron: la señora Rosa ya había llegado. Esperé unos momentos, tomé mi móvil y desperté a Sebas, que aún dormía profundamente. Casi me comió cuando lo desperté, solo reímos después y le comenté que lo esperaría en la cocina. Me vestí con ropa informal, recogí mi uniforme y lo doblé correctamente, recorrí por última vez esa pieza y me decidí a salir.

Una vez en la cocina, sentados frente a Rosa, Sebas y yo le explicamos lo que queríamos y ella después de un silencio nos felicitó. Respiramos tranquilos, llevamos tanto tiempo juntos aquí que su opinión nos llenaba de felicidad. La abrazamos con efusión y ella nos comentó que después de que hablara con el jefe podía darnos nuestros finiquitos.

Para mi sorpresa, Rosa ya sabía lo que había ocurrido en la casa, la pelea de los jefes, la partida de la señora y el cambio del señor. Por nuestra parte le explicamos que debíamos irnos para recibir las llaves del departamento en que nos quedaríamos unos días antes de partir, ella dijo que no nos preocupáramos, de que durante el día nos llamaría para regresar por nuestro dinero. ¡Dinero, vil dinero!

Luego de despedirnos, Rosa nos aconsejó cuidarnos, y que si necesitábamos algo la llamáramos. Realmente parecía una madre aconsejando a sus hijos que crecieron y se iban de casa. Reímos por algunos minutos recordando y luego nos fuimos, recogimos nuestras maletas y tomamos un taxi. No quise despedirme del señor, algo me decía que no sería la última vez que nos veríamos.

La instalación en el departamento nos tomó la mañana completa. Algo hambrientos salimos a buscar algún restaurante, pronto dimos con uno de tipo universitario. Había mucha gente de nuestra edad y me sentí rara, vestían algo diferente a mí, mi ropa no era, digamos, completamente actual; tenía sus años ya y me llegué a sentir algo incómoda. Sin embargo, no pasó mucho tiempo hasta que la llamada de Rosa nos hizo salir de allí. Ella nos citó en un centro comercial, dijo y cito: «Yo les invito el postre», así que partimos a su encuentro.

—Pero mírense —dijo cuando la encontramos—, se ven radiantes de felicidad. —Los dos asentimos y ella nos regaló un abrazo. Hablando de trivialidades, caminamos hasta una heladería que estaba en el tercer nivel del centro comercial.

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