—¿Qué?
Todos miraron en la dirección que señaló el ama de llaves y vieron una serpiente que les devolvía la mirada y siseaba. El reptil no se parecía a ninguno de los que habían visto los empleados de la casa en el pasado. Tenía una cabeza enorme y había ensanchado su cuello como si estuviera dispuesta a atacar. Todos se quedaron petrificados y retrocedieron aterrados.
—¡Rápido! ¡Corran! —gritaron los sirvientes mientras huían en manada de la habitación.
En ese momento, Hipólito y Cintia llegaron por fin a la habitación de Soledad. Al ver que la serpiente aún se retorcía y siseaba, Hipólito también retrocedió con temor a ser mordido.
—¿Qué sucede? —preguntó Cintia mientras temblaba y palidecía—. ¿Por qué hay una serpiente? ¿Por qué están todos parados? ¡Que alguien la mate ahora!
Los sirvientes intercambiaron miradas de temor ya que ninguna quería ofrecerse para sacar la serpiente. Dejar que cualquiera de ellas se ocupara de una cobra venenosa era como enviarlos a la muerte, y nadie iba a correr ese riesgo. Jana, quien se había tomado su tiempo para subir, estaba paralizada por el miedo en ese momento.
«¿Esa no es la serpiente que solté en la habitación de Ariadna? ¿Qué hace aquí?»
El haber llevado la caja con la cobra ya había sido suficiente para que se le aflojaran las piernas a Jana. En ese momento, sentía aún más miedo de acercarse porque sabía lo venenosa que era esa serpiente. Jana sabía que Soledad estaría muerta si no recibía un antídoto en una hora; sin embargo, eso era algo que tenía que guardarse para sí misma, por mucho que le doliera.
Al ver que nadie estaba dispuesto a actuar, Cintia tiró de Hipólito.
—¡Cariño! ¡Ve a matar a esa serpiente! —gritó con desesperación.
Hipólito, al igual que los demás, no se atrevió a acercarse a la serpiente; sin embargo, también tuvo que considerar su orgullo como hombre de la casa. Si se corría la voz de que no podía salvar a su hija de una serpiente, perdería todo el respeto que tenía.
«¡Malditas sean estos inútiles y cobardes sirvientes! ¡Y Cintia también! ¡Si no fuera por ellas no estaría en este dilema!»
Hipólito apretó los dientes y se armó de valor, pero, en el momento en que estaba a punto de dar un paso al frente con la escoba en mano, una voz resonó en el pasillo.
—Padre, es muy tarde. ¿Qué hace todo el mundo aquí?
Hipólito se dio la vuelta y se encontró con una Ariadna en pijama con ojos soñolientos. Por lo que podía apreciarse, la conmoción la había despertado.
—Hay una serpiente en la habitación. Tu hermana se desmayó porque la mordió, Tengo que ir a salvarla… —respondió Hipólito vacilante.
—¡De ninguna manera! —exclamó Ariadna ya despierta por completo—. ¡Padre, es demasiado peligroso! ¡No puedes entrar!
Al oír sus palabras, Cintia sintió que su sangre hervía y, sin pensarlo dos veces, alzó su mano y la dirigió hacia el rostro de Ariadna. Debido a sus reflejos, esa era una bofetada que Ariadna podría haber evitado con facilidad, pero, en el último segundo, decidió no hacerlo.
¡Zas! Cuando la bofetada aterrizó directo en la mejilla de la joven el sonido fue fuerte y nítido. La mejilla blanca y delicada de Ariadna se inflamó al instante mientras que la huella de la mano de Cintia se marcaba con claridad sobre ella.
—¡Zorra! Quieres ver morir a tu hermana, ¿verdad? ¡Fuera de mi vista, maldita arpía! ¡Alfredo! ¡Sácala afuera ahora! —vociferó Cintia.
El pedido de Cintia puso a Alfredo en una situación difícil. Hiciera o no lo que ella pedía, se arriesgaba a enfadar a ella o a Hipólito. Sin saber cómo proceder, dirigió su mirada a este último para observar su reacción.
Las lágrimas comenzaron a caer por el rostro de Ariadna.
—Padre, solo me preocupa tu seguridad —gritó antes de que Hipólito pudiera decir algo—. Después de todo, eres el jefe de la familia. ¿Qué haríamos si te sucede algo? Acabo de encontrarte, papá. ¡No puedo perderte! —Las palabras tan honestas y sinceras de Ariadna llegaron al corazón de Hipólito.
«Tiene razón. Como jefe de la familia, la supervivencia de todos depende de mí. Si algo me ocurriera, ellos tampoco lo tendrían fácil. Por supuesto, solo mi preciosa hija me conoce mejor y puede empatizar conmigo. ¡Al diablo con todos los demás!» Al pensar en eso, Hipólito frunció el ceño y miró a Cintia.
—¿Por qué demonios la golpeaste? ¡Ella solo se preocupa por mi seguridad! —regañó.
—Pero está claro que quiere que Soledad…
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