Dante Vivaldi.
Tres meses después:
Aquí estaba lanzando todo lo que veía contra la maldita pared, provocando que se volviera pequeños trozos, intentando descargar mi ira, mientras mi secretaria se quedaba ahí parada viendo semejante barbaridad.
—¡Acaba de desparecer de mi vista! —ordené con la botella en mi mano y los botones de la camisa del traje desabotonados.
—Señor debemos —susurró en voz baja.
—Eres gilipollas o te haces; acaba de desaparecer de mi maldita vista; todo tú me provoca jaquecas.
—Pero debemos...
—¿¡Qué acabes de salir maldita seas!?
Al escuchar aquello salió huyendo como alma que lleva al diablo mientras yo continuaba destrozando la oficina.
Antes de que pudiera protestar entró Ethan con una expresión seria en su rostro.
—Espero que me traigas buenas noticias porque mi humor está como los mil demonios —pase la mano por mí cabello sintiendo su suavidad a la vez que me sentaba en la silla de mi escritorio.
—Son malas noticias —anunció como para que me preparara para lo que venía.
—Habla de una maldita vez por todas porque te juro por Satán que ahora mismo mi ira está creciendo con solo lo que estoy pensando y te aconsejo que no es nada bueno —mis palabras habían calado en su interior pero el como por primera vez no traía esa sonrisa que siempre llevaba cubierta de felicidad; al contrario, solo había dolor, arrepentimiento y un poco de odio que sabia hacia quien iba dirigido.
—No nos dijo donde está —esa frase fue el detonante de la ira que llevaba reservando desde que ella se marchó de aquella boda dejándome sin un ultimo polvo al menos para que todo estuviera en paz
—¡Asi que no sabes dónde mierdas está mi mujer! —grite con todas mis fuerzas cuando afirme aquellas palabras que solo ocasionaron que Ean me mirara con un poco de miedo.
Ya habían pasado diez semanas desde la última vez que había no solo hablado con Pía, también descubierto que se había ido con su madre a quien sabe dónde.
La muy hija de su puta madre había hecho aquel movimiento de una manera muy bien pensada. Hablé veinte veces con quién había sido su jefe y solo me dijo que ya se había retirado y que no sabía nada de aquella rubia de ojos celestes. Sabía con total certeza de que era mentira, pero si lo golpeaba como estaba deseando terminaría diciéndole a ella lo que había hecho y lo que menos pensaría es en volver.
—Tampoco me ha querido decir dónde está —afirmo el chico con ojos avellana con su mirada en la botella de whisky que descansaba encima de la mesa—, ¿Estas borracho?
—¡Lo estoy y qué! —lo encaré con mis puños apretados—, estoy agotado de buscarla y que aún así nadie sepa nada de dónde se encuentra cuando el mundo es tan pequeño en algunas ocasiones.
Me acerqué la botella a mis labios de nuevo.
—¿No sabes si ha hablado con Darla?, Tal vez ella sepa algo —me apresuré en decir pero el solo negó.
—Me he pasado todo el tiempo con mi esposa y te aseguro que si así hubiera sido bien que lo sabría —me explico pero sentía que algo se le escapaba, o que tal vez el si sabía dónde estaba pero no quería decirme y por eso solo decía que no tenía conocimiento.
—Debes dejar de lado el alcohol —me regaño y una sonrisa amarga se escapó de mis labios.
—Que fácil es para ti hablar cuando ya estás casado con aquella rubia, y puedes follartela todas las veces que quieras sin tener que pensar que otro la puede estar tocando; sin embargo, en mi caso la persona que quiero degustar no puedo porque simplemente es una mísera cobarde que no quiere dar la cara a la situación —me dí un fuerte trago de aquella bebida sintiendo como me quemaba mi garganta en el instante que llegaba al final del camino.
—Ella se fue por ti —gritó con sus puños apretados—, huyó porque eres un hijo de puta que solo quiere usarla a su antojo creyéndose que es de tu propiedad cuando sabes muy bien que no es así; cuando la usas y la tratas como un juguete desechándola sin más; ella no es como las putas con las que estabas, ella es muy diferente y lo sabes.
—Lo sé —hable un poco bajo al pasarme la mano por el abrigo del traje.
—Solo actuó como lo haría sabiendo que si conocieras su maldito paradero no la dejarías ser feliz.
Le di la espalda empinando la botella dejándola totalmente vacía y sintiendo mi respiración acelerada, como mi pecho sube y baja con prisa.
—Lo que te jode es saber que ya hay alguien más disfrutando eso que tanto dices que es tuyo —y eso fue una bomba nuclear cayendo en mis hombros.
De un momento a otro ya estaba encima del cuerpo de aquel chico propinandole tantos puñetazos como podía. Mis nudillos estaba rojos y raspados, la nariz se Ean ya se hayaba quebrada, mi pechos había aumentando aquella acción de sube y baja, la ira me había cegado por completo. La sonrisa que permanecía en los labios de aquel que había sido mi amiga por dos cinco años me estaba carcomiendo completamente vivo, me mortificaba. Saber que el tenía más razón de la que alguna vez iba a admitir me estaba matando. Mi impulso era seguir golpeándolo y bastante que lo disfrutaba.
Mi tarea fue interrumpida por unos fuertes brazos que me separaba de Ean, a la vez que los gritos de las mujeres que trabajaban en aquel edificio llegaron a mis orificios auditivos en segundos después de que me calmara un poco.
—¿TE DOLIÓ EH?, DOLIÓ SABER QUE TENGO TODA LA MALDITA RAZÓN —y si; había dolido más de lo que alguien podía admitir porque en el fondo algo me decía que ya ella estaba feliz reaciendo su vida con alguien más. Un hombre mejor que yo. Alguien con sentimientos y buen corazón. Un hombre noble que con esfuerzo se había ganado su corazón por completo con acciones que en ni en años luz yo sería capaz de hacer.
Justo en ese momento en el que me alejaba de mi oficina con mis hombres, limpiaba mis nudillos al estar llenos de sangre.
En el instante en que me subí al ascensor, las puertas se cerraron, y pase la mano por mí cabello viendo mi reflejo en aquel lugar lo supe. Yo era el tío más buenorro del mundo, el más sexy italiano, frío, adictivo; aunque en el fondo era un ser sin sentimientos que odiaba el amor.
Las puertas se abrieron y con la miradas de todos encima de mi cuerpo, mis nudillos doliendo, mi reparación agitada, y todavía esas ganas de matar a alguien estando en mi interior me adentré en aquel auto negro segundos después que mis hombres.
—Señor —me llamó Thom—, ¿A dónde lo llevo?
—A casa.
—¿Al departamento señor?
—No; a Roma...
Necesitaba despejar la cabeza, liberarme de los demonios que me carcomen.
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