Seguía sin entender que es lo que le estaba pasando a mi
mujer pero aquellas palabras acabaron por encenderme aún
más y volteé a Sara, quedando ahora ella pegada a la pared
del callejón. Como la pareja bien compenetrada que éramos,
mientras yo hacía deslizar mis pantalones hacia mis tobillos
ella se desprendía de sus braguitas.
Ya totalmente dispuestos, Sara alzó su pierna apoyándola en
mi cadera mientras con mi mano encaraba mi polla contra su
vagina. Un solo golpe y entró toda hasta el fondo, soltando
ambos un grito de placer y de liberación.
Al instante empecé a bombear con todo lo que tenía para
follarla como ella misma me había pedido, teniendo que
acallar sus gritos con mis labios para no llamar la atención
de cualquiera que pasara por allí cerca. Al fin y al cabo,
estábamos relativamente cerca de una arteria principal de
una gran ciudad como era Sevilla y no podía faltar quien se
sintiera atraído por los alaridos que soltaba mi mujer por su
boca.
El callejón resonaba con el ruido de nuestros cuerpos
chocando y los gemidos ahogados por nuestros labios. Mi
mete-saca feroz nos llevaba inexorablemente al orgasmo que
ambos estábamos deseando alcanzar. Fue Sara la primera en
alcanzarlo, cosa normal teniendo en cuenta el grado de
excitación en el que se encontraba.
Con un quejido que salió del fondo de su garganta que
ahogué como pude y su cuerpo agitándose al son de los
estertores que su sexo enviaba a todo su cuerpo, se corrió de
una forma pocas veces vista por mí, quedando casi
desfallecida entre mis brazos que la apresaron contra la
pared. Yo aún no me había corrido, me quedaba poco para hacerlo y, mientras sostenía el cuerpo casi inerte de mi
mujer, seguí embistiendo contra su coño rezumante de
fluidos hasta alcanzar mi orgasmo, rellenando su vagina con
mi leche.
Ahora fui yo el que se dejó caer sobre ella, apoyando mi
cabeza sobre su hombro, tratando de recuperarme del
tremendo esfuerzo realizado, del que no me arrepentía, a
pesar de los riesgos corridos. Poco a poco fuimos
normalizando nuestra respiración y a darnos cuenta de
nuestra situación.
Estábamos los dos medio desnudos, en un callejón en medio
de la ciudad de Sevilla y aun con nuestros sexos unidos. Nos
separamos y empezamos a vestirnos rápidamente queriendo
volver cuanto antes al hotel. Emprendimos el camino en
silencio, no era el momento de hablar, ya lo haríamos cuando
llegáramos a nuestra habitación.
No tardamos en llegar allí, previo paso por recepción a
recoger la llave, cosa que esta vez hice yo ya que al parecer
Sara ya había tenido bastante de juegos por ese día. Me
sentía algo incómodo con aquel silencio que duraba desde
nuestro encuentro en el callejón y tenía prisa por llegar a la
habitación y averiguar la causa de su calentura y el repentino
silencio que ahora la embargaba.
Una vez dentro, Sara empezó a desvestirse quedando solo
con sus braguitas que se veían a todas luces empapadas por
la combinación de nuestros fluidos. Yo la miraba, esperando
que dijera algo, pero no parecía tener intención de hacerlo.
Me senté en la cama y ella hizo lo propio.
-¿Estás bien? -le pregunté preocupado- no has dicho nada en
todo el camino... -Sí, tranquilo. Solo estoy cansada -era evidente que no me
decía la verdad y decidí presionarla un poco más.
-Sara, por favor... dime qué te pasa... sabes que puedes
confiar en mí -le dije tratando de tranquilizarla y animarla a
abrirse a mí.
-Es que...-no pudo acabar la frase ya que empezó a llorar.
Rápidamente me senté a su lado y la abracé, tratando de
consolarla y aliviar su llanto. No sabía a qué venía todo
aquello pero no quise forzar más la cosa y dejar que hablara
cuando estuviera algo más calmada. Poco a poco su llanto se
fue espaciando hasta casi cesar.
-Tengo que confesarte una cosa y temo que te enfades
conmigo -me dijo hipando.
-Te prometo que no lo haré, cariño -le dije animándola a
seguir hablando.
-Es que antes, cuando me preguntaste en el pub por si me
estaban tocando para llamarles la atención, te mentí... -me
confesó.
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