Catalina puso el tenedor sobre la mesa y se apresuró a taparse la boca y la nariz con ambas manos. Estaba tan avergonzada que quería que la tierra la tragara de inmediato.
Emanuel gentilmente le entregó una servilleta y preguntó con una sonrisa:
—¿Todavía quieres comer platos mexicanos?
—Gracias... Pero no —contestó Catalina con un rostro sonrojado.
—Bueno, pues no hace falta cambiar todos platos y cubiertos —el hombre hizo un ademán al mesero—. Por favor, dame la cuenta.
Este restaurante era muy conocido en la ciudad por su amable servicio y su buen sabor. El mesero, sin entender por qué los dos querían irse justo cuando les sirvieron todos los platos, les preguntó perplejo:
—¿Cómo les son los platos de nuestro restaurante a ustedes? Si tienen algunos consejos, díganmelos. Y les prometo que haremos todo lo posible para mejorar nuestro servicio para ustedes en el futuro.
Al escuchar las palabras de este, Catalina se bajó aún más la cabeza, avergonzada.
Emanuel se adelantó y dijo:
—La comida sabe muy bien y el servicio también es muy amable. Es que de repente tenemos algo urgente que hacer y tenemos que irnos ya.
Dicho esto, el hombre sacó unos billetes de su cartera y le pagó la cuenta al mesero.
Este último tomó el dinero de la mano de Emanuel y se despidió de ellos sonriendo:
—Muchas gracias, que ustedes tengan un buen día.
Catalina se puso de pie y sintió un malestar repentino en el estómago.
«¡Joder! ¡Debe de ser por el desayuno de la mañana!»
—Disculpa, quiero usar el baño primero. ¿Puedes esperar un momento? —dijo embarazosa Catalina.
Emanuel, quien acabó de levantarse, frunció el ceño levemente, pensando que esta mujer era realmente molesta, y volvió a sentarse.
—Bueno, te espero aquí mismo —dijo el hombre.
Catalina inmediatamente corrió rápidamente al baño cubriéndose su barriga y se dijo a sí misma:
«Ah, parece que es otra cita fracasada. Pero no importa, después de todo, no tengo buena impresión por este tipo. Además, es muy imposible que no me encuentre más con él después de hoy. No es necesario que me ponga tan avergonzada a su frente.»
Sin embargo, nunca había imaginado que ese dolor inesperado en el vientre no fuera por el desayuno de la mañana, sino por el período. ¡Lo más fatal era que hoy no llevaba compresas higiénicas consigo!
«¡¿Dios mío, qué voy a hacer ahora?!»
—Oye, ¿hay alguien afuera? ¿Disculpe? —no tuvo más remedio que pedir ayudas.
Después de un buen rato, finalmente se oyó sonidos de pasos acercándose. Como si encontrara la última esperanza, Catalina preguntó en voz alta y ansiosa:
—Disculpe, señorita, ¿me podría echarme una mano?
—¿Qué pasa? —preguntó la persona que acababa de entrar.
Al obtener la respuesta, Catalina siguió explicando:
—Es que me llega de repente la regla. ¿Tienes toallas sanitarias encima?
La chica contestó negativamente:
—Yo no las tengo, pero mi amiga sí. Espera un momento y voy a pedirle algunas para ti, ¿vale?
—Bien, bien. ¡Muchas gracias, señorita!
—Elijo este lugar cada vez que tengo una cita a ciegas. Me gusta mucho el ambiente tranquilo aquí.
Catalina, a su vez, dijo sin pensar:
—¿Sí? Pues a mí me gusta más un ambiente más animado. La cita a ciegas ya es tema muy serio. Si se hace en un lugar, no será demasiado aburrido y depresivo.
Emanuel le miró con un poco de sorpresa porque raras veces alguien se atrevía a contradecirlo tan directamente como ella. Y luego sonrió suavemente y explicó:
—No me malentiendas. No es que no me haya gustado ese restaurante mexicano. Habría sido cita bastante agradable si no hubiera sido porque...
Catalina se quedó un poco asombrada al ver a este hombre rígido y serio poder mostrar una sonrisa tan tierna y atractiva y sonrió con una expresión un poco avergonzada:
—Lo siento mucho. Toda la culpa fue mía.
Al verla sonreír, el hombre se puso un poco alegre y el ambiente entre los dos se volvió más ligero al instante.
—Debes sonreír más. Cuando sonríes, estás mucho más hermosa —dijo el hombre francamente.
Catalina se puso contenta al ser elogiada repentinamente por este hombre y le dijo:
—Jaja. Tú también.
Después de entrar en la sala privada del restaurante, Emanuel, de una manera muy gentil, le retiró la silla a ella y se inclinó ligeramente:
—Por favor, siéntese, señorito Venegas.
Catalina le dio las gracias, puso su bolso a un lado y tomó el asiento con elegancia. Ella nunca se sentía inferior por el estatus noble de la otra parte y tampoco se sentía altiva frente a los demás. Vivir con dignidad era el principio básico de Catalina.
Y esto era lo que más impresionaba a Emanuel.
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