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Natalia fue velada en el salón de la casa de los Saramago días después de que su cuerpo saliera de la comisaría. Entre excesivos ramos de flores, coronas y personas del puerto que fueron a llorarle aunque no la conociesen, les podían más los rumores y el estar presentes ante tal acto que le hecho de que ella había muerto de una manera atroz.
En el velorio todos los ojos estaban sobre Fernando Saramago, su esposo, el que era víctima y sospechoso a la vez. La fuente de todas las habladurías del puerto, donde unos afirmaban que él lo había planeado todo con Paula de la O y otros que era un hombre bueno que había perdido a la madre de su hijo. Fernando, con la mirada perdida y vestido completamente de negro, sentía todas las miradas, escuchaba los murmullos y veía a su madre que, cubierta como si ella fuera la viuda, daba el espectáculo de su vida llorando al lado de los padres de Natalia, y dándole la bienvenida a los invitados que entraban con comida o flores.
¿Cómo podría ser tan hipócrita?, si la mayoría del tiempo que Natalia había vivido con ellos, su madre no había sido una blanca paloma o la suegra ideal, y ahora le lloraba como si la hubiese amado más allá de todas las cosas. Por otro lado, su padrastro, se la pasó sentado bebiendo un whisky y fumando puro, viendo con atención todas las escenas sin mostrar un poco de empatía a pesar de que era la hija de su amigo la que se encontraba ahí. A Fernando le dió igual, y también le dio igual cuando su madre se acercó a él para abrazarlo y decirle que todo estaría bien, que entre los dos cuidarían al niño que en esos momentos se encontraba cuidado por la niñera en su habitación.
Aun así, a pesar de todo el dolor que existía a su alrededor, de la pérdida, del infortunio y la incertidumbre, Fernando Saramago no podía apartar de su mente a Paula de la O, esa que buscaba entre la gente para ver si se aparecía por un momento y podía verla. Recordó todo lo que habían pasado juntos, no ahora, si no de pequeños, esa separación tan desgarradora que habían tenido los dos, esas cartas que ella escribía y Fernando se soltó a llorar. Desgraciadamente no lo hacía por Natalia, si no por Paula que no podía tener y se encontraba al alcance de sus manos. Fernando se preguntó en ese momento, qué hubiese pasado si en lugar de perder a Natalia hubiese perdido a Paula. Tal vez no estaría de esta manera, tal vez la reacción hubiese sido diferente.
Después del velorio se llevaron a Natalia a los crematorios del Puerto, donde después de esperar cuatro horas el cuerpo de su mujer salió en una pequeña caja de madera, con su nombre grabado en una placa dorada y los números que marcaban las fechas de nacimiento y muerte. Fernando recibió aún la caja caliente y cuando se la entregó a sus madre ella se soltó a llorar desconsolada sin poder sostenerla, por lo que Fernando la sostuvo un rato más.
―Señora― murmuró Fernando. Una bofetada fue la respuesta que recibió de su parte.
―¡Eres un hipócrita!― exclamó.
Minerva se acercó a Fernando para tratar de abrazarlo y protegerlo como madre pero él se alejó― lo siento― pidió disculpas y le entregó al padre de Natalia las cenizas― lo siento mucho de verdad.
―Jamás te perdonaré― contestó la madre con rabia― aunque seas el padre de mi nieto, jamás te perdonaré lo que le hiciste sufrir a mi hija, ¿está claro?
Fernando en ese momento sólo le quería decir que su hija Natalia no era una santa Paloma y que también había hecho cosas que le habían perjudicado a él sin embargo, ya no valía la pena, ella ya no podía defenderse y lo último que quería era hablar mal de ella.
―Minerva, quiero que ese asesino se pudra en la cárcel, ¿me entiendes? ― dijo el padre de Natalia.
―Yo me encargaré de que pague― respondió Minerva. Así, después de lo último dicho, los padre de Natalia se fueron con ella cerrando su participación en este acto y saliendo por fin de la vida de Fernando Saramago.
Él, aun sintiendo el ardor de la bofetada se dio la vuelta para salir del lugar cuando la mano de su madre lo tomó del brazo― ¿dónde vas?― preguntó.
Fernando volteó a verla con los ojos rojos de tanto llorar y murmuró ― quiero estar solo.
―Pero Fernando…
―Sólo quiero estar solo mamá. No quiero tu compañía, ni la de Iñaki, sólo quiero unos momentos solos para saber qué haré con mi hijo, con mi vida con…― y antes de mencionar lo que más deseaba guardó silencio― sólo déjame. Minerva lo soltó y dejó que su hijo caminara lejos de ella sin preguntarle más.
Fernando, salió del crematorio y tomando la camioneta se dirigió al único lugar donde quería estar, ese pequeño escondite donde era feliz, donde podía ver a la mujer de su vida y vivir su amor aunque fuera por unas horas.
Esta vez, el camino hacia allá se le hizo largo y obscuro. Fernando manejaba automáticamente, sin prestar atención al paisaje como siempre lo hacía o incluso a si alguien lo veía pasar por ahí o no. Cuando llegó a la cabaña, entró abriendo la única ventana que tenía y se dedicó a ver el mar, ese que siempre era la música, el paisaje, la tranquilidad que siempre le acompañaba; momentos después un ruido se escuchó en la puerta.
―Paula ― murmuró al verla entrar.Fernando caminó hacia ella y sin pensarlo le dió un abrazo tan deseado, tan pensado, tan querido que por un momento le robó la respiración ― no sabes cuánto te he extrañado― confesó.
―Lo sé, lo siento. Han sido unos días de locura y he regresado a casa de mi papá. Los padres de Iván creen que es lo mejor y pues me he mudado.
Ella lo siguió detrás sin hacer ningún ruido, sólo acompañándolo. Sabía que aunque Fernando lo negara la muerte de Natalia le había afectado y en este momento se sentía perdido y abandonado.
―¡Nunca debí regresar!― gritó ― ¡nunca debí irme!, jamás debí haberme alejado. Debí quedarme contigo a enfrentar todo, a enamorarme de ti, a…― trató de continuar pero la voz se le cortó entre las lágrimas― nunca debía haberme enamorado de Natalia y traerla acá Paula.
Él se hincó sobre la arena de la playa y sin poder evitarlo se soltó a llorar como un niño pequeño. Paula de inmediato fue hacia él y se hincó junto con él para abrazarlo.
―Llora― murmuró ella en su oído.
―Ojalá nosotros hubiéramos escapado esa noche Paula ― habla Fernando ― ojalá no nos hubieran descubierto y regresado a casa. Ojalá lo hubiésemos logrado cuando no había ataduras, ni reglas, cuando éramos jóvenes y con toda una vida por delante. Ahora por mi culpa tú te quedaste encerrada en este puerto y yo me alejé de ti.
Paula se quedó callada al escombrar de sus recuerdos la noche que Fernando y ella trataron de escaparse después de la muerte de sus padres. Cuando se supone que tomarían un camión que los llevaría hacia la ciudad donde ambos vivirían juntos y harían su vida como les daría la gana. Sin embargo, su tío los descubrió y los trajo de regreso a casa; esa fue la última vez que Fernando y Paula estuvieron juntos.
―Pero ahora estamos juntos― respondió Paula con ternura― no te rindas por favor. Te juro Fernando que encontraremos al culpable de la muerte de Natalia y cuando quede todo resuelto ambos nos iremos de aquí, con el pequeño Saramago y no miraremos atrás. Nos alejaremos de tu madre, de Iván, de mi familia, de este puerto y seremos enormemente felices― Fernando alzó su mirada para reflejarse en la de Paula ― ¿me crees?
―Te creo― contestó él con lágrimas en los ojos ― te creo, sólo a ti te creo.
Ella se acercó y rozó su nariz con la de él, posicionando sus manos sobre sus mejillas y disfrutando de esa intimidad que había entre los dos. Fernando, poco a poco empezó a buscar sus labios. Les dió un ligero beso para después separarse. No sabía si era ético que estuviese besando a otra mujer después del velorio y cremación de su esposa pero, en ese momento no le importaba. No le daba vergüenza admitir que con la única persona que deseaba estar, era con Paula de la O.
―Te amo Paula, me moriría si te pasa algo a ti― confesó Fernando.
―No nos pasará nada, te juro Fernando que no nos pasará nada― le aseguró y sin importarle el mundo alrededor los dos se quedaron abrazados demostrando el amor que se sentían.
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