Mis pensamientos habían estado hechos un lío. La conversación los había enviado en espiral a un desastre mayor. Mi mente estaba nublada. No podía ver nada claro.
Roberto estaba en casa cuando volví a la mansión por la noche. Estaba sentado en el sofá, jugando con el dije de jade que me había dado para su cumpleaños.
Silvia no había mentido entonces. Le había entregado el regalo a Roberto. Él había sido el que no recordaba que se lo había dado a Santiago para guardarlo.
Me acerqué y me detuve.
—Me prometiste algo hecho de cristal blanco. ¿Qué es esto? ¿Y no es esto un poco pequeño?
Sostuvo el dije de jade y lo comparó con el tamaño de su cara. Por supuesto que iba a parecer pequeño.
—Haré que lo empotren en oro o platino. Se verá bien como un dije.
—¿De verdad? —dijo. Parecía intrigado— ¿Sabes cómo hacer eso también?
—Voy a encontrar un joyero para hacerlo. No tengo las herramientas para ello, incluso no sé cómo hacerlo. Le dibujaré un plano y haré que empotren la pieza de jade.
—Suena como una buena idea —dijo antes de entregarme el dije de jade—. Asegúrate de que se vea bien. Espero usarlo.
—Encontraré un artesano profesional cuando mis pies se hayan recuperado. Terminaré el plano en los próximos días.
—Mmm. Te perdono.
Había estado subiendo las escaleras con lentitud. Me detuve de inmediato cuando escuché lo que había dicho.
—¿Qué acabas de decir?
—Dije que te perdono. Por no aparecer en mi fiesta —dijo con indiferencia.
—¡Ja! Bueno, gracias por eso —dije. ¿Alguien le pidió perdón?
—Mi mamá acaba de llamar.
—¿Llamó? —me volví y lo miré—. ¿Qué dijo?
—Preguntó cuándo planeamos poner fin a nuestra fuga y regresar.
—Estoy bien con volver a la residencia de los Lafuente en cualquier momento —dije. No era quisquillosa acerca de dónde me estaba quedando.
—No lo estés. ¿Dónde preferirías quedarte?
—La casa de mi mamá —dije con honestidad.
—Yo también voy —dijo. No sabía si lo decía en serio.
Fruncí los labios en respuesta.
—Bueno. Te quedas aquí o en la residencia de los Lafuente. Elige una.
—Estoy bien con ambos.
—No —dijo, con la frente arrugada en un ceño fruncido—. Piensa con cuidado en tus opciones. Pon los pros y los contras en una balanza, luego haces una elección deliberada y considerada.
No me iba a dejar salir si no hacía lo que él había dicho. Pensé un poco, y luego dije:
—Bueno, está tranquilo aquí. No hay cuñadas que me molesten. Pero nadie cocina para nosotros. Tenemos que pedir que traigan comida.
—Está bien. ¿Y?
—La residencia de los Lafuente tiene un montón de sirvientes. Se ocupan de mí. Pero son demasiados. El lugar es muy ruidoso.
—¿Alguna solución a los problemas que acabas de plantear?
—Sería perfecto si podemos contratar a algunos sirvientes para esta mansión.
—Vamos a hacer eso entonces. Voy a traer a nuestro mejor chef de la residencia de los Lafuente mañana.
—Pero tu madre no podrá verte todos los días si no regresas...
—Ella dijo que viviría más tiempo de esa manera —me interrumpió Roberto—. No te equivoques. Mi madre no está tan feliz de tenerme cerca.
—¿Y Abue?
—Podemos tenerla unos días de vez en cuando —dijo, antes de concluir—. Nos quedamos entonces. Al menos por el momento.
Me encogí de hombros. No me importaba dónde me quedara. Todo era igual para mí.
Me dirigí arriba para poder ponerme algo más cómodo. Roberto me llamó justo cuando mi pie aterrizó en el siguiente escalón.
—Isabela.
—¿Qué?
—¿Qué viste esa noche? —preguntó.
¿De verdad quería saberlo? No tenía ninguna razón para ocultarle la verdad. Además, no había hecho nada malo esa noche.
Lo miré a los ojos y se lo dije.
—Isabela.
—¿Qué? —dije sin mirar hacia arriba. Mi corazón latía fuerte.
—Deja que te diga algo.
—Claro.
—No besé a Silvia.
—¿Estás diciendo que vi cosas que no sucedieron? —me burlé—. Vi lo que pasó.
—No hay nada malo con tus ojos. Tus emociones nublaron tu visión —dijo antes de levantar mi barbilla hacia arriba con la mano—. Deja de mantener la cabeza baja como una codorniz.
—¿Codorniz? —pregunté. Tuve que pensar duro para tratar de entender lo que estaba diciendo—.¿Por qué la codorniz?
—Ese es el pájaro que esconde su cabeza bajo su ala cuando hace demasiado frío. Tú también lo haces.
—No tengo alas.
—Así es. Sólo las has escondido —dijo mientras pasaba los dedos por mi espalda—. Isabela, tus alas están destinadas a ayudarte a volar. Se supone que no debes esconder la cabeza debajo de ellas.
—¿Estamos en Animal Planet? ¿Por qué hablamos tanto de tortugas y codornices? —me burlé.
—Silvia me besó esa noche. Pero no devolví el beso.
Eso fue lo que yo había visto.
Había visto a Silvia ponerse de pie para besar a Roberto. No sabía si había devuelto el beso. No me había quedado a averiguarlo. Me había dado la vuelta y me había ido.
—No sabría decirte. No vi nada. Puedes decir todo lo que quieras.
—¿Por qué no echaste un vistazo más de cerca antes de salir corriendo?
—Me preocupaba que me cegara.
—Mi querida Isa está herida —dijo. Su voz sonaba extraña. No sabía qué sentía.
Me tomó las mejillas. Me vi obligada a mirar hacia arriba y a su cara.
Sus ojos brillaban. El candelabro que colgaba sobre su cabeza brillaba y sus ojos captaron cada rayo de luz que se derramaba de él.
Eran tan brillantes. Me perdí en la luz cegadora.
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