Un extraño en mi cama romance Capítulo 38

Capté dos cosas de lo que acababa de decirme. Lo primero fue que Lafuente tuvo misericordia con Abril. La segunda fue que me creció un cuerno. ¿Un cuerno?

Le susurré:

-¿Tienes un espejo?

Él respondió amablemente:

-Le aconsejo que no se mire en el espejo durante el resto del día.

—Te lo ruego —le dije. Le rogué a Lafuente desde ayer. Toda esa mendicidad y humillación habían abaratado el gesto. Estaba lista para hacerlo en cualquier momento, en cualquier lugar y para cualquier persona.

Santiago fue a buscar y finalmente consiguió un pequeño espejo. Lo acerqué a mi cara y eché un vistazo. Santiago tenía razón. Qué descripción más acertada. Ahí estaba, un cuerno justo en medio de mi frente. Mi frente se había hinchado, haciendo que mi rostro fuese un desastre. Sentí que me parecía a Hathor, diosa egipcia de la feminidad, que tenía cuernos de vaca, o a Pan, el dios griego de la fertilidad con cuernos de cabra.

Le devolví el espejo a Santiago con algo de alegría. Parecía confundido por mi sonrisa. Debe pensar que el golpe que me di me volvió una gran idiota.

—Señorita Ferreiro, usted...

-Es genial. Roberto y yo al fin estamos empatados. Lo golpearon en la parte posterior de la cabeza y a mí en la frente.

Santiago apretó los labios. No dijo nada y sólo se alejó de mí. Permanecí tirada en el sillón. Mi cabeza se sentía nublada pero mi corazón estaba tranquilo. Nadie de la familia Lafuente vino a visitarnos. No deben saberlo.

Supuse que Lafuente no me delató. Ese golpe en la cabeza valió la pena. Sacó a Abril del apuro.

Santiago y Lafuente tuvieron una breve reunión en la sala.

Después de la reunión, Lafuente le dio una lista de instrucciones antes de que se dirigiera a hacer lo que acababan de discutir. Lafuente y yo éramos las únicas dos personas que quedaban en la sala privada. No me preocupaba que fuera a estrangularme mientras dormía. Cerré los ojos para descansar. Aún no me quedaba dormida. Escuché el sonido de pasos, pies arrastrándose. Debe ser Lafuente saliendo de su cama para usar el baño. Tenía razón. La puerta del baño se cerró con un ruido sordo. Mantuve los ojos cerrados.

De pronto escuché a Lafuente gritar mi nombre.

-¡Isabela Ferreiro!

Sobresaltada, me senté de golpe. Sonaba furioso, como si su mandíbula estuviera cerrada del coraje cuando dijo:

—¡Ven aquí, ahora!

¿Qué ocurrió? Me levanté tropezado del sillón, atontada, y corrí hacia el baño sin ponerme los zapatos. Lafuente estaba de pie frente al espejo. Se había quitado el vendaje de la cabeza. En su mano tenía otro espejo apuntando a la parte posterior de su cabeza.

-¿Qué demonios es esto? -Sonaba dispuesto a arrancarme la cabeza de una mordida.

Eché un vistazo a la parte posterior de su cabeza. Juro que no lo hice a propósito, pero simplemente no pude evitar la carcajada que salió de mi boca. El médico afeitó una parte de su cabeza para coserle la herida. Aunque el corte había sido pequeño, el área afeitada era mucho más grande. Para empezar, tenía una espesa cabellera, lo que significaba que le faltaba una porción de cabello particularmente redonda en la parte posterior de la cabeza.

Me recordó la arquitectura única de la etnia tujia en China, viviendas circulares de tierra con sus altos muros y una plaza circular plana en el centro. O al Coliseo Romano. También se parecía a eso. Acababa de transformarse de un apuesto joven de aspecto elegante a un hombre con un corte extraño de pelo. No es de extrañar que estuviera encolerizado.

Lamenté haberme reído tan pronto como lo hice y escondí mi boca detrás de mis manos tan rápido como pude.

-¡Isabela Ferreiro! -dijo al apretar los dientes, mientras señalaba la parte posterior de su cabeza. Parecía que quería tragarme viva-. ¡Isabela Ferreiro!

La ira parecía haberle hecho perder la capacidad de hablar. Había escuchado que Lafuente era un hombre vanidoso en extremo. Era mecenas de los mejores servicios relacionados con la moda y la belleza. Se rumoreaba que su estilista era el mejor estilista de Europa, quien volaba todos los meses para cortarle el pelo. Cuando no había vuelos disponibles, él enviaba su avión privado para recoger al estilista. La porción de cabello que le faltaba en la parte posterior de la cabeza se debía a mí. Es probable que ese fuera un crimen más grave que haberle hecho un agujero en la cabeza. Tenía bastante miedo de lo que haría, pero supuse que podría huir si se enojaba mucho.

—Lo siento. Crecerá de nuevo.

—Señorita Ferreiro, queda algo de sopa adentro. No es mucho, pero por favor coma un poco.

-¿Puedo? -Tenía tanta hambre que podía ver la muerte tocando a mi puerta.

-Por supuesto. No es conveniente que regrese a la residencia Lafuente en este momento. Si alguien de la familia pregunta dónde está el señor Lafuente, podrían ponerla en una posición incómoda.

-Oh. -Eso no me importaba ahora. Sólo quería comida para llenar mi estómago.

Quité la tapa del termo en el acto. El delicioso olor a pollo se esparció. Me perdí en su fragancia de inmediato.

Serví un plato y estaba a punto de comer cuando un pensamiento cruzó por mi cabeza. Miré a Santiago.

-Roberto no escupió en la sopa, ¿verdad?

-Quítale la comida. Déjala morir de hambre. -Lafuente me escuchó. Su respuesta enfurecida resonó en la habitación.

Santiago negó con la cabeza y sonrió.

-Por favor, cobíjate. Regresaré y limpiaré en un rato.

Me senté en cuclillas ante la mesa de café y engullí todo de forma apresurada. Debe de ser la ocasión en que más rápido he comido. Simplemente vertí comida directamente en mi garganta. La sopa se deslizó sin que yo la masticara siquiera. Mi estómago finalmente se sintió mejor después de haber vaciado el termo. Me di unas palmaditas en el vientre y me recosté en el sofá. Me quedé dormida. Me di cuenta de que mi cerebro se apagaba cuando mi cuerpo era empujado al extremo. Comía cuando tenía hambre y dormía cuando estaba cansada. Era una buena forma de vivir.

Cuando desperté, escuché a otra persona en la habitación. No sonaba como Santiago. Miré hacia arriba y vi a Roberto sentado en una silla. Había un europeo peinándolo. Debía de ser el legendario estilista que provenía de Europa, se decía que era el mejor estilista del continente europeo. Roberto Lafuente logró de alguna manera que lo trajeran aquí en tan poco tiempo, sólo para arreglar su cabello. Tenía curiosidad. Quería saber qué tan bueno era y cómo iba a arreglar su cabello. Quizás extensiones de cabello.

Eso podría salvar el corte de Roberto.

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