La miró Alain callado.
—Créeme que no le pasará nada. Es una chica con fuerte voluntad. Había dado la luz salvo y sano la vez anterior y lo estará esta vez. No te preocupes —sonrió forzosa Isabel.
Sabía lo peligroso que había sido su parto anterior, pero lo contó como algo sencillo porque las palabras positivas paliaron sus nervios, intentaba paliar los suyos de la misma manera.
—La espero aquí mismo —dijo Alain en voz baja.
—Vale —suspiró Isabel largo y profundo.
En este momento, se abrió la puerta y de ella salió un médico con el papel de consentimiento en la mano.
—¿Cómo se encuentra? Doctor.
—Ha perdido la paciente mucha sangre, estamos haciendo todos esfuerzos para evitar el peligro —detuvo por un momento y le pasó el documento—. De todas maneras, será peligrosa la operación, puede que se muera uno de ellos. Es nuestro deber informarles que, en caso urgente, salvaremos a la adulta antes que el bebé. Haga el favor de firmar el documento.
—Quiero ver a mi esposa sana y salva, o no les dejaré en paz —dijo Alain preocupado.
Tras haber firmado el papel, Alain se quedó de pronto aniquilado. No le era fácil tomar la decisión, porque ambos eran sus queridos.
Con las lágrimas deteniendo en los ojos, Isabel se rompió de pronto en sollozos apenas escuchó las palabras del doctor.
«Pensé que podríamos llevar una vida tranquila tras haber sufrido tanto, ¿hasta cuándo se terminarían los dolores? Si fuera posible, ¡ojalá que me muera yo a cambio de su felicitad!»
El largo silencio volvió a dominarse entre todos. Esperando, paseando distraídos, todos se mostraron ansiosos. Dos horas después, la luz se convirtió en verde y poco después, se apagó.
«¡Se terminó la operación!»
Salieron tres médicos.
—Ha sido una operación nada sencilla —dijo uno de los médicos—. Había quedado en coma la paciente durante mucho tiempo por haber perdido mucha sangre en el útero, pero afortunadamente, la hemos salvado del peligro porque habíamos con antelación conservado suficientes bolsas de sangre.
—Muchas gracias, doctor —articuló Alain.
—Es nuestro deber.
Escuchando sus palabras, Isabel sonrió de pronto con los ojos hinchados.
—Muchísimas gracias, doctor —dijo Isabel emocionada—. Y tú, Alain, vete a arreglarte, aquí la cuidaré, no te preocupes.
—Vale, gracias.
—Será mejor que no la molestemos ahora y la visitamos para mañana —dijo Mario.
Tras haber experimento en un santiamén de la alegría al nervio intenso y al final, al alivio, todos se quedaron exhaustos, y se marcharon arrastrando los pasos.
En este momento, llegó Alejandro con sus dos nietos.
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