Abandonada y Embarazada [#1 Trilogía Bebés] romance Capítulo 45

—¿Te parece si vamos a almorzar a algún lugar? —preguntó Alex sin dejar de mover mis manos con las suyas al ritmo de la música.

—Pero…

—Aceptaste un postre, ¿por qué no también un almuerzo? —replicó e hizo un puchero, para después añadir—: además, ni siquiera el postre nos hemos comido.

Suspiré y asentí con la cabeza.

—Una calle más abajo hay un restaurante muy bueno, solíamos ir en familia hace un par de años —repuso y su voz se fue apagando.

El temor volvió a apoderarse de mí, no podíamos ir a ese lugar, estaba justo a un costado de la panadería de Matt.

—Emm… ¿podemos ir a otro lugar? —inquirí nerviosa y modulando mi voz para no sonar intranquila.

—¿Qué sucede, cariño? —preguntó y me dio una vuelta para que quedara frente a él. Sus ojos me miraban con preocupación y curiosidad; pero intenté tomar aire y mostrar mi expresión más calmada.

—Es que… —tartamudeé—, hace unas semanas fui con Mell y la comida estaba malísima.

—Qué extraño, siempre han servido una comida excelente, todo es gourmet y sus chefs son de los mejores de la ciudad —susurró pensativo—, a menos que hayan sido cambiados. Llamaré a un amigo que trabaja allí para preguntarle y…

Tosí de forma dramática y rápidamente soltó su celular para atenderme. Rayos, eso me estaba costando mucho drama y muchas mentiras.

—¿Sabes? Prefiero comer hamburguesas, la comida gourmet como que no es de mi tipo —dije cuando recuperé el aliento, aunque, ni yo misma me creía esa mentira; amaba la comida gourmet, pero también las hamburguesas, así que igual no sería un sacrificio tan grande.

Él asintió con una sonrisa y tomó mi mano.

—Para mi princesa, lo que pida —murmuró dulcemente y besó mi mano, lo que hizo que mi piel se erizara al sentir sus labios sobre ella.

Tomó mi bolso y tragué saliva, otra mentira más se sumaría a mi día, pero no tenía de otra.

—¿Podemos ir a un puesto de comida rápida que hay unas calles más arriba? ¡Sus hamburguesas son deliciosas! —dije incómoda y forcé una sonrisa al recordar que solo solían dar el pan y la carne, pero no podía aceptar que pasáramos caminando frente a la panadería donde trabajaba, mucho menos sabiendo que Julia si me veía, haría lo imposible hasta verme desempleada.

Alex asintió y pasó su brazo por mi espalda, para abrazarme y conducirme a la puerta de la salida. Eché un último vistazo a la panadería de mi ex y resoplé involuntariamente, aún no podía entender lo malvado que podía ser con tal de verme sufriendo. James nunca tuvo talento para otra cosa que no fueran los números —además de mentir, claro—, y se me hacía tan difícil entender cómo había logrado estructurar una panadería dentro de ese viejo local que pensamos que nunca tendría futuro y no solo había sido montar la panadería, sino también laborar en ella y dirigirla. No me imaginaba a mi ex haciendo pan o postres, así que me detuve en seco y Alex lo hizo también.

—¿Qué sucede? ¿Te sientes mal? —preguntó de inmediato.

Negué con la cabeza y preferí guardar silencio, me despegué de su abrazo y retrocedí unos pasos, no sabía si eso que estaba a punto de hacer era una violación a la propiedad privada, pero algo dentro de mi espíritu como empleada responsable me instaba a hacerlo.

Me di media vuelta y caminé a pesar del llamado insistente de Alex, tomé una bocanada de aire al llegar a la puerta de la cocina y con mi respiración agitada y el sentimiento confuso de si hacía lo debido o no, abrí de par en par las puertas de madera, con tal fuerza que hicieron un sonido estrepitoso contra la pared.

Me adentré a paso firme y en una esquina pude ver a la chica de cabello rizado que se encontraba viendo algo en su móvil, al verme, rápidamente lo guardó y se adelantó casi a la misma velocidad que yo y se interpuso frente a mí.

—¡No puede estar aquí! —exclamó en un chillido.

Enarqué una ceja y sonreí, ¿creía ella que yo no podía hacerlo?

Eché un ligero vistazo desde la posición en que me encontraba y moví mi cabeza levemente. La cocina estaba limpia, sí, muy limpia. Demasiado limpia para haber servido y preparado tres postres unos minutos antes.

Los estantes estaban vacíos, no había rastro de que el horno estuviera encendido, ni de que las gavetas estuvieran ocupadas por los utensilios de cocina.

—¡Váyase o llamaré a la policía por irrespeto a la propiedad privada! —gritó molesta.

Negué con la cabeza y a pesar de que ponía resistencia, logré empujarla un poco para ver qué era lo que tanto escondía y temía que viera. Ella gimió y resoplé al ver un refrigerador tapado con algunos manteles. Ojalá no fuera lo que me estaba imaginando.

Levanté la tapa y la dejé caer al instante al ver qué había adentro. La rabia y la frustración se adueñaron de mí, James era un imbécil.

—¿Cómo es posible que vendan postres comprados? —cuestioné molesta y al borde de un grito—. ¡No es justo! ¡Son unos impostores!

Mis gritos resonaban en aquellas paredes y la rabia se apoderaba de mis palabras; Matt había sufrido mucho pensando que ya había perdido su magia al cocinar, al elaborar los postres tan deliciosos que hacía, al atender a sus clientes; había dejado de dormir noches enteras para pensar en nuevas estrategias y aprender nuevas recetas y había derramado lágrimas al ver cómo algunos proveedores habían subido algunos impuestos por el material perdido.

Y todo era gracias a una mentira, una gran farsa. La panadería de la competencia se dedicaba a vender postres ya comprados, no tenían nada de lo que ponía en ese letrero de la entrada, ni originalidad, ni pasión o amor por la repostería, ni recetas exclusivas, ni nada. Solo tenían el gran deseo de arruinar mi vida y la de mi jefe, solo era sed de venganza lo que había dentro de ese local.

Restregué mi rostro con una mano y bufé, volví a levantar la tapa del refrigerador y ahogué un grito al observar un detalle aún más escalofriante. El logo de la panadería Sonrisas estaba impreso en cada una de las cajas de plástico donde estaban los postres.

¡Ahora sí se había pasado!

—¿Están vendiendo los postres de la panadería de… abajo? —inquirí entre balbuceos y busqué los términos correctos porque estaba segura de que Alex estaba escuchando nuestra discusión desde el salón.

La chica sollozó y tapó su rostro con ambas manos.

—Yo… yo no quería —murmuró.

—¡Estabas siendo cómplice de una gran farsa! —repliqué furiosa y dejé caer nuevamente la tapa—. Estos postres ni sus recetas les pertenecen, son de…—tomé aire y agregué con voz temblorosa—: la otra panadería.

—Yo le dije al señor James que no hiciera eso, pero él nunca me escuchó —sollozó la chica arrepentida—, siempre hacía algo distinto para impedir que los postres llegaran a tiempo y…

—Espera… ¿qué? —cuestioné perpleja—. ¿Qué acabas de decir?

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