—¿Estás segura de que puedes ir? —preguntó Mell indecisa examinándome con la mirada, atenta a cualquier gesto que le confirmara que estaba imposibilitada para ir a trabajar.
Me detuve frente a ella y fruncí el ceño. Solté una risita floja y la miré.
—Cariño, tengo diarrea, no un infarto de miocardio —repliqué divertida—. Es solo un mal estomacal, no me voy a morir por eso.
—No sé qué demonios es un miocardio —gruñó impaciente y sonreí levemente, ya sabía a qué venía tanto drama—, pero trabajas en una panadería.
—¿Y? —cuestioné de inmediato, para luego girarme y seguir aplicándome la máscara de pestaña.
—¿Cómo que y? —farfulló—. Es de mal gusto, es asqueroso y antihigiénico. Además, si llega un cliente y tienes que salir corriendo hacia el baño o…
—Ya estoy mejor, Mell.
—Imaginemos que ese cliente es Alex y se te escapa un sonoro gas perdido… ¿no te daría vergüenza? —cuestionó haciendo caso omiso a mi comentario.
Suspiré y enarqué una ceja, luego me di la vuelta con lentitud hasta quedar frente a ella otra vez.
—Créeme que, si llegara Alex, lo de menos es un gas perdido o sonoro, con la guerra que se puede armar es suficiente —murmuré y mi voz sonó temblorosa al imaginarme esa caótica escena. Ya lo había hecho en sueños varias veces, pero se me ponía la piel de gallina al pensar en que podía hacerse realidad.
—Bueno, sí, tienes razón… pero, ¿no hay forma de que no vayas a trabajar hoy? —repuso afligida—. Tienes diarrea en el miocardio, esa es una excusa suficiente para no trabajar.
Solté una carcajada al escuchar su argumento y negué con la cabeza.
—El miocardio es el corazón, Mell —expliqué entre resoplidos a causa de la risa y ella abrió la boca en gesto de sorpresa y de que había metido la pata.
—Tendré que repasar el diccionario más seguido —susurró y luego se unió a mis risas.
Terminé de maquillarme y me miré en el espejo, ya mi semblante había cambiado un poco, aunque ni con mil capas de polvo compacto se me borrarían las horrendas ojeras que me habían aparecido como por parte de magia, aunque, mi cabello ya iba trenzado y bastante presentable, lo que le daba un aspecto más fresco y descansado a mi rostro.
Tomé el maquillaje entre mis manos y me encaminé hacia la habitación, Mell me seguía con la mirada y suspiré, para luego mirarla y dedicarle una sonrisa triste.
—No puedo quedarme, enana. Esta vez si tengo que ir a trabajar, también extraño almorzar contigo, pero he pasado muchos días en casa y ya tengo que ir o Matt terminará despidiéndome y sabes que necesito el dinero —susurré y con mi mano libre apreté su mejilla.
Ella resopló y asintió con pesar. Desde el principio supe la causa de su episodio dramático. Javi había salido de viaje a Italia por asuntos de negocios del banco y hacía solo unas horas había avisado que se tendría que quedar tres días más porque los inversionistas chinos habían tenido un retraso en el vuelo y eso había causado bastante decepción en mi amiga, además de que los últimos días habíamos pasado mucho tiempo juntas y ahora era difícil acostumbrarse de nuevo a la rutina.
—Te voy a extrañar —susurró.
—También yo, cariño —murmuré y le dediqué una sonrisa triste antes de caminar hacia la cama y meter dentro de la cartera el maquillaje que llevaba en mis manos—. El té y las pastillas que nos tomamos me ha quitado un poco el malestar, no hay de qué preocuparse. —Sonreí y metí la mano nuevamente, pero esta vez ahogué un grito cuando una cosa grande y blanda chocó contra mi piel.
Mi amiga soltó una risita y me miro disimulada, fruncí el ceño y después de pasar el enorme susto, poco a poco fui sacando el objeto de suave textura y mucho peso.
—¿Me puedes explicar qué es esto? —interrogué con voz seria a pesar de que mi amiga estaba conteniendo una risotada y agité el rollo de papel higiénico ante sus ojos.
—Bueno, en primer lugar, nunca me perdonaría si tuvieras una emergencia y no tuvieras con qué atenderla —dijo entre risas y arqueé una ceja—. En segundo lugar, un trabajador siempre debe ser fiel al producto de su empresa y demostrar su la calidad, mediante su uso y aplicación…
—¿De qué rayos hablas, Mell? —cuestioné desconcertada, no entendía porqué había cambiado el tono de su voz a uno más serio y que me hacía pensar que estaba en una oficina del ministerio de trabajo.
—Y, en tercer lugar, una mujer precavida vale por cincuenta —prosiguió, ignorando mi pregunta—. Entonces no tienes excusas, tienes que llevarlo. Échalo mamita, que tu trasero lo agradecerá.
Una mancha apareció en el pantalón de Mell y ambas estábamos asustadas, su expresión horrorizada al ver que se desangraba solo me alarmaba más. Así que, como toda buena amiga, tomé cartas en el asunto y pedí permiso a la directora para salir de la escuela por unos minutos, fui corriendo al supermercado de la esquina; pero como yo aún no sabía muy bien de esas cosas ni estaba familiarizada con ellas, decidí llevarle el más grande por si los otros no le quedaban. Los demás clientes me miraban extrañados y algunos dejaron salir risitas burlescas, pero no le di gran importancia, pagué con el dinero de mi merienda y me fui. Cuando Mell salió del baño y nos correspondía la clase de educación física, salió caminando como un pato y parecía un bebé con un pañal desechable, su trasero abultado y sus piernas abiertas aún me provocaba carcajadas.
—Eres una desgraciada —bromeó Mell y me lanzó la almohada de regreso.
—Parecías un pato —repliqué burlona.
Seguimos riendo y recordando ese momento de nuestra adolescencia, hasta que dimos un salto al escuchar el timbre de la puerta principal. Nos callamos de golpe, pero conteniendo las risas nos miramos extrañadas.
Pocas veces alguien nos visitaba, normalmente solo éramos Javi, Mell y yo. La mamá de mi amiga había fallecido cuando ella era solo una niña y su papá vivía lejos. La familia de Javi siempre estaba de viaje y normalmente avisaban con tiempo de su visita; Javi estaba en Italia y hacía solo unas horas había avisado la extensión de su ausencia, entonces no comprendíamos quién podía ser.
El estómago de mi amiga rugió en aquel silencio y un sonoro gas irrumpió en la habitación. Me miró avergonzada e hizo señas de que debía correr por su vida. Asentí entre risas y nuevamente el timbre sonó.
—No te preocupes, yo voy —dije divertida mientras veía cómo se alejaba y salía corriendo para luego meterse al baño.
Seguí el mismo trayecto, pero bajé las escaleras y al llegar a la sala, la crucé a paso rápido y a grandes zancadas porque el timbre no dejaba de ser presionado y esa melodía de la canción favorita de mi amiga, ya me estaba hartando.
De seguro era el cobrador de algún servicio, solo eso explicaba su impaciencia e insistencia; o quizás un repartidor de pizzas o de comida china a domicilio que se había equivocado de casa. Solté una risita y regañé a mi mente que, a pesar de estar en medio de una crisis estomacal, aún seguía pensando en comida.
Planché con mis manos la tela de mi blusa y peiné mis cabellos sueltos, luego puse la mano sobre la perilla de la puerta y giré la cerradura con lentitud. Preparé mi mejor sonrisa para que el repartidor de comida se compadeciera de mí y me regalara las órdenes, pero al aparecer esa silueta frente a mí, mis labios se contrajeron y la sonrisa desapareció de inmediato, como si un borrador la hubiese eliminado con fuerza y determinación.
No podía creer lo que estaba viendo.
—Hola cariño.
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