Yanara empujó la puerta y entró.
No le agradaban los gemelos. Sin embargo, sonrió para intentar caerles bien y dijo:
-Hola, mis queridos niños. Vine a verlos.
Los gemelos, que estaban sentados en una alfombra de lana, sintieron un escalofrío al escuchar a Yanara decir eso.
Aunque Samuel había admitido por sí mismo que Yanara era su madre, era sólo que no les agradaba. De hecho, podría decirse que la odiaban.
Franco puso los ojos en blanco y una mirada descarada brilló en ellos.
-¿Puedes venir acá? -preguntó.
Yanara no tenía ¡dea de lo que Franco tenía bajo la manga, pero se acercó de todos modos.
-Tengo algo muy importante que mostrarte -declaró.
Se esforzó por ocultar su expresión socarrona, y en su lugar puso la mirada más ¡nocente que pudo reunir.
Al ver que Franco había bajado la guardia hacia ella, Vanara quiso aprovechar la oportunidad para acercarse a él. En un tono suave, dijo:
—Claro, déjame ver qué es.
Franco sacó su mano de la espalda, donde había una pequeña serpiente blanca como la nieve enroscada.
—Esta es mi mascota, Artemis —explicó.
Fue como si la serpiente hubiera entendido que Franco la estaba presentando. Sus ojos ámbar se fijaron en Vanara y comenzó a mover la lengua con entusiasmo.
Al verla, Vanara se llevó el susto de su vida, y retrocedió enseguida.
-¡Aléjala de mí! Deprisa. No te me acerques -gritó.
Franco acarició a Artemis unas cuantas veces, y luego se dirigió a propósito hacia Vanara.
-A Sofía y a mí nos gusta mucho esta serpiente. Si te da miedo, entonces retírate —dijo.
Sofía no pudo hablar, pero asintió de lado.
Vanara se quedó mirando a los gemelos intrigantes, y estaba tan frustrada que podría explotar. Tuvo serias ganas de abofetearlos a ambos, pero se contuvo tras considerar las consecuencias.
—¡Soy su madre! Se están pasando de la raya -les advirtió. Entonces, salió de su habitación en un ataque de rabia.
Franco tenía una expresión de exasperación en su rostro.
-Es una inútil, de verdad. No puedo creer que se haya asustado tanto sólo por Artemis. Papi debe haber estado ciego para encariñarse con alguien como ella.
Samuel miró el reloj que colgaba de la pared. Con una mirada misteriosa, dijo:
-Envíale algo de cenar en mi nombre.
Sus palabras dejaron a Benito boquiabierto.
-Señor, es una persona malagradecida. ¿Por qué...?
Samuel lo interrumpió con toda frialdad:
-¿Desde cuándo tienes derecho a sermonearme?
—No quise decir eso. Mis disculpas —se apresuró a responder Benito.
Samuel colgó y Benito procedió a preparar la cena para Natalia.
Se levantó y se puso delante de la ventana del suelo al techo para echar un vistazo a las rosas blancas que florecían en el patio.
No le importaba lo difícil que fuera tratar con Natalia ni el precio que tuviera que pagar. Lo único que le importaba era convencerla de que ayudara a tratar la afasia de Sofía.
No quería que su preciosa hija estuviera toda su vida sin hablar. Al menos, quería oírla decirle «Papi».
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