ARTURO BRUSQUETTI.
Desde que pisé estas tierras, me he topado con varias sorpresas, pero la que indiscutiblemente atrajo mi atención, es esa pequeña mujer, tan atractiva, tan empoderada y tan fuerte a la vez.
Me recuerda a mi esposa. O en términos concretos, mi ex esposa.
La descarada había firmado el divorcio.
Kerianne era la mujer más alucinante que mis ojos habían tenido la oportunidad de conocer, pero nunca creí, que tendría que llegar a tales artimañas para conseguir casarse conmigo y convertirse en una Brusquetti.
Aun así, después de tres años de matrimonio, nunca ha mostrado ningún tipo de problemas, no me ha exigido absolutamente nada, y se ha mantenido al margen de los medios. Lo que significa, que se conformó con el dinero que deje para ella, luego de casarnos.
No la iba a dejar desamparada. Pese a estar molesto, mande a preparar la mejor habitación para ella, a llenar su guardarropa y un auto a su nombre. Era mi esposa al final de cuentas, una Brusquetti y la mujer que amaba.
Ahora que finalmente estábamos divorciados, tengo la curiosidad de verla, de hablar con ella, pero la rabia aún sigue intacta en mi pecho, y el saber que simplemente me utilizó para casarse, me llenaba de una sensación de indignación.
Miro nuevamente el documento, con su firma. Ella ha firmado, aceptando cada una de las condiciones, sin refutar, e incluso, la mísera consignación mensual que le estaría otorgando. Pensé que estaría haciendo berrinche, pero al parecer, también se ha rendido.
Anoche cuando la vi, tan vulnerable e incrédula de mi castigo, sentí cierto pesar en mi pecho. Por un momento, paso por mi mente solucionarlo en la habitación, pero debía demostrar a mí abuelo, que nadie era indispensable para mí, más que el bien de la familia.
Pese a todo, ella también merecía ese castigo, por todos los malos comportamientos que tenía hacia mi familia. ellas me lo habían contado.
— ¿Estás seguro que no hizo ningún reclamo al respecto? — inquiero, al conserje familiar.
— Así mismo, señor — responde. Paso mis ojos en mi mano derecha, y él niega.
— Al contrario de lo que dices, yo la vi muy emocionada — contradice, y el conserje se pone nervioso —. Es como si ansiaba divorciarse.
— ¿Seguro que has visto a la misma mujer? La señora Brusquetti, es la mujer más interesada que hemos visto.
— ¿Tanto que ha aceptado una limosna como indemnización? — inquiero —. Por favor, investígala.
— Así será señor — responde. Ahora enfoco nuevamente la atención en el conserje.
— Puedes retirarte — El hombre asiente, y se va.
Yo, por mi parte, aún no he asistido a la casa de mi familia, como para quedarme. Más bien, solo para solucionar aquel inconveniente que me avisaron mis padres, debía atender. Pero me encuentro hospedado en el hotel, sigo pensando en mi esposa a punto de ser ultrajada, trabajando.
¿Por qué necesita trabajar?
Tiene dos trabajos, lo más seguro es que trabaje también como doméstica.
El timbre suena en ese instante, y cuando abro la puerta, me encuentro con Patricia, quien, sin que le dé permiso, ingresa a mi cuarto, molestándome de sobre manera.
— Arturo, por fin logro verte. No fuiste a mi cumpleaños, pero me alegra que hayas puesto en su lugar a esa mujerzuela — dice. Cuando volteo para volver a mi lugar, me encuentro de lleno con su abrazo, y sus intenciones precisas de dejar un beso. La detengo en seco.
— No te me acerques.
— No seas hostil conmigo. Hace tiempo que no te veía — comenta.
— ¿Qué necesitas? Tengo muchas cosas por hacer — Realiza un puchero con los labios y toma asiento en el sofá.
— Quería verte. Escuche al abuelo decirle a tu padre que estabas en este hotel. También me enteré que estás divorciado, lo que significa…
— No significa nada, Patricia. Tú te casarás con un Bacab, y dejarás de ser una Brusquetti.
— Sabes que no lo haré — refuta —. Siempre te he amado a ti, pero me vi obligada a casarme con tu hermano. Ahora que, por fin, estas solo, podemos estar juntos. Déjame demostrártelo.
— Tengo cosas que hacer. Por favor, déjame solo — sentencio, pero ella al parecer, no quiere entender —. No lo voy a repetir, Patricia.
Ella se pone de pie, y camina hasta la salida.
— Pensé que tu humor mejoraría, ahora que por fin te deshiciste de esa pordiosera, sucia — escupe —. Sin embargo, tu abuelo ha dicho que me casaré contigo, pues no quiere perder un diamante como yo de su familia.
La sangre me hierve al escuchar como la trata, como la llama. No me gusta que nadie tenga su nombre en malos términos. Kerianne sigue siendo mi mujer. Después de todo, no hace veinticuatro horas que nos separamos.
— Nadie, absolutamente nadie, puede escupir aberraciones de ella, excepto yo, que fui su esposo. ¿Entendido? — Bufa.
— No entiendo porque la defiendes tanto. No es más que una mugrienta que se quiso apoderar de tu dinero.
— Cómo tú del de mi hermano. Al final, terminan siendo iguales — escupo, con la voz pesada e intimidante —. No quieras hacerte la santa conmigo. Ambos nos conocemos perfectamente, cuñada, y con ese concepto te quedarás, porque no pienso contraer matrimonio.
Ella hace un zapateo con los pies, y sale de la habitación, furiosa, sin mirar atrás. Quizás indignada por no obtener lo que quería; pero eso no me importa en lo absoluto.
Mi hombre de confianza, ingresa hasta donde estoy.
— La señorita Bacab, salió de viaje. Abordó un vuelo al otro lado de la ciudad — Frunzo el ceño.
— ¿Sola? — consulto.
— Sola, señor.
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