Cuando mi firma quedó perfectamente legible en aquel documento, él colocó la suya en dónde correspondía y me dió una copia del contrato.
Subí y la guardé en el cofre de mi madre, allí donde había tantos recuerdos que atesoraba, y si en ese contrato estaba algo tan preciado para mí, aunque no supiera que era, pues, ¿ dónde mejor que en ese cofre?
Mi casa cerrada y la puerta de su auto abierta esperando que subiera, fueron las dos cosas que marcaron el inicio de mi nueva vida, mi nueva yo y mi más grande infierno. Con viajes al cielo.
Todo lo que sucedió a partir de ese momento, nos llevó a la ruleta rusa de la vida, dónde todo gira y nadie sabe dónde puede parar.
En aquel auto, las únicas palabras que se escucharon, fueron las de su promesa de que pagaría todas mis deudas y si yo imcumplía el contrato, sería denunciada a la policía por las cosas que ya sabíamos y por algunas que yo desconocía, pero él no. Era tan misterioso en todo, que llegaba a dar miedo.
También dijo, que como todo convenio comercial, había una indemnización millonaria en caso de incumplimiento de contrato. Un simple trámite que le garantizaba un poco más que yo no me rajaría a mitad del camino.
Verlo regio, impoluto y tan frío, me decía que no era persona de tener piedad. Justo por eso, llamaba a mi prisión a ciegas, un acuerdo comerciable. Era tan gélido como calculador y nada podía fallar en su interés, eso era algo que todos y cada uno de los movimientos que hacía, lo gritaban a los cuatro vientos.
Yo tenía veintiséis años. Con toda la vida por delante y ahora, no era más que una prisionera del tiempo, este hombre me tenía encarcelada en su vida.
El captor a mi lado, se veía mayor que yo. Seguía siendo joven, pero no tanto como yo. Su barba rubia envolvía elegantemente, su mandíbula fuerte y perfecta. Era tan grande como fuerte y se adivinaba un cuerpo impresionante debajo de aquel traje. Los músculos de sus brazos luchaban con la tela de su ropa y las venas gruesas de sus muñecas no contradecían lo anterior observado. El tío era una mole sexi.
Nos tropezamos con las vistas y decidí cambiar la mía. Me perdí en la vida más allá de la ventanilla del coche y de mi tragedia monumental.
El camino era bien angosto. A pesar de no haber salido del estado, estábamos en medio de la nada, avanzando hacia más nada.
Árboles y árboles medio secos, decoraban la carretera. El viento anunciaba una noche fría que combinaba perfectamente con el hombe a mi lado y mi futuro con él. Mi mirada atravesaba el vidrio de la ventanilla, envidiando todos y cada uno de aquellos árboles que se removían con libertad al golpe del viento.
Increíblemente, al final de aquella carretera perfectamente asfaltada, se encontraba una gran entrada, con una reja a control remoto que nos permitió pasar, siendo activada por el señor Mcgregor. Incluso dentro de su auto, controlaba todo.
Su olor me ponía nerviosa. Todo él, lo hacía. Era demasiado intenso y viril. Verlo erizaba la piel, no quería saber cómo sería sentirlo.
Probar las mordidas de esos dientes encerados en aquella mandíbula poderosa. Manos que juraban haber sido hechas para trastocar todo aquello que rozaran. Y un aura de sexo salvaje, que no podía ocultar ni a un ciego.
Alejé esos pensamiento de mi mente y me concentré en la mansión frente a mis ojos.
No podría definir con justicia aquella belleza.
Era casi un majestuoso castillo de época.
Tenía varias cúpulas y montones de metros de casa para un solo hombre.
Columnas eternas y techos que parecían cielos inmensos.
Todo el mobiliario tan clásico como elegante. Lleno se encontraba el lugar de un sin número de riquezas clásicas y perfectamente colocadas, evidenciando que alguien experto en decoración había hecho aquel ejemplar trabajo.
En mi vida había visto algo así. Me detuve en medio de la sala, alzando mi vista para ver cómo el techo de la sala era de cristal y podías ver el cielo desde cualquier sofá. Absolutamente impresionante.
Mientras yo daba vueltas en círculos, con mis ojos cada vez más ávidos de vistas, un carraspeo llamó mi atención.
— Señorita Thompson, soy el ama de llaves, Mery, y seré su asistente en todo lo que requiera — una señora regordeta y de aspecto dulce me sonreía informándome — el resto del servicio ni siquiera notará que está, pero Robin el chófer, y yo, seremos sus personas para todo, a cualquiera de los dos nos puede pedir lo que necesite.
Le ofrecí mi mano y ella la tomó de manera afectuosa. El chófer se veía como de su edad, lo que me hizo preguntarme si serían esposos.
Ella con el pelo cano, él un poco menos y ambos proyectaban una dulzura admirable. Sobre todo estando al servicio de quién lo estaban.
— ¿Robin es su esposo?¿Cuánto hace que trabajan para el señor Mcgregor? ¿A ustedes sí los trata bien? — creo que sentí que por fin podía hablar y solté todo de pronto. Las preguntas salieron de mí como en una explosión y fui incapaz de controlarlas.
Ella me sonrió tierna.
— Tranquila mi niña, que ya podrás ver que él no es tan malo. Robin y yo estamos casados desde siempre y antes incluso de nacer Alex, ya nosotros trabajábamos para los McGregor.
¡¿Alex?¡
Esa familiaridad me indicaba el aprecio que le tienían, ella no podría entenderme.
Cuando involucras sentimientos, pierdes razonamiento.
Me indicó que la acompañara por las escaleras que había justo en un costado de la sala.
Escaleras de mármol negro impresionante con pasamanos diseñados en cristal y adornados de manera única y casi mágica.
Ella iba delante y yo no dejaba de mirar aquel sitio. Me sentía como bella en el castillo de la bestia.
— Desvistete, ahora — gruñó en mi boca de lo cerca que se había puesto y nos sostuvimos la mirada. Por mucho que me alejé, él supo arrinconarme.
Mi respiración agitada, mi cuerpo temblando sin demostrarlo y mis vellos erizados por la sensación de su cercanía, me pusieron idiotamente nerviosa.
No atiné a nada más que salir corriendo por la puerta abierta. Le dí un empujón que no esperaba y el factor sorpresa me dió esa ventaja.
El primer pasillo por el que cogí fue mi destino.
Corría sin mirar para atrás, aquello parecía interminable y mis pies indetenibles. Corría y corría y corría, y seguía corriendo sin saber hasta dónde llegaría.
Sabía que podía querer tomar mi cuerpo, pero no me ví en situación hasta que lo estuve, supongo. Le había creído inocentemente cuando dijo que no habría sexo entre nosotros y supuse que cambió de idea al ver la cantidad de miradas indecentes que le dediqué.
Se me acabó el camino, justo en una puerta enorme y de madera antigua.
Miré hacia atrás y él no estaba.
Recosté mi frente y mis manos allí, y pude sentir voces del otro lado. Pegué la oreja a la gruesa madera y lo volví a sentir. Tenía que entrar.
Tratando de ralentizar mi frecuencia respiratoria, tomé el pomo de la puerta y comencé a girarlo.
Despegué despacio la madera y la claridad que había ahí dentro escapó entre la rendija. Continúe empujando hasta que me tomaron de la cintura, levantándome del suelo y me ví suspendida en el aire por las manos de aquel rubio de ojos azules y gélidos.
Me llevó cargada en su cadera, como acostada en el aire, tratándome como si fuera un saco de cualquier cosa y ni siquiera parecía hacer mucho esfuerzo. Era como había pensado antes... Una mole.
El camino de regreso me supo más corto. Nada más dos o tres pasos con sus largas piernas y ya me ví de nuevo en aquella habitación.
Él me dejó caer en la cama, haciéndome rebotar sobre el colchón y de una patada, fue y cerró la puerta. El sonido me hizo estremecer. Me quedé inmóvil acostada de costado cómo me había dejado y tratando de mirarlo por mi vista periférica.
Me miró furioso y rauda me arrastre con mis palmas por la cama, echándome hacia atrás lo más lejos posible de él.
— Desnúdate ahora — ya no llevaba el cinto, aún seguía desnudo de torso para arriba y su tono de voz, era terrorífico,
solo hablaba con violencia — o lo haré yo...
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