¡Smac!
Antes de que Santiago pudiera terminar su frase, le llegó otra bofetada.
—Jaime…
¡Smac!
—Yo…
¡Smac!
Cuando Santiago volvió a abrir la boca, le siguió otra fuerte bofetada. Lo golpearon con fuerza.
Al final, Santiago ya no se atrevió a abrir la boca. En su lugar, se limitó a mirar a Jaime con ojos temerosos.
No solo Jaime, sino el resto de los presentes estaban aterrorizados después de ver lo que le había pasado. Ninguno de ellos se atrevió a decir ya una palabra. Lidia temblaba mucho mientras se sentaba en silencio en su silla. Le preocupaba que, si decía una palabra más, también la fuera a golpear.
Poco a poco, sus miradas fueron a parar a Javier. Como era el director general de la empresa, se suponía que debía hacer algo con respecto a lo que acababa de suceder. De ahí que todos estuvieran ansiosos por ver qué iba a pasar con Jaime.
Para sorpresa de todos, Javier guardó silencio, y su expresión sombría se mantuvo. El ambiente en la habitación era tan tenso que resultaba asfixiante.
—Ya fue suficiente. Sirvan los platos. —Tras unos minutos, Javier rompió por fin el silencio.
Todos estaban desconcertados por lo que habían escuchado. Millones de preguntas pasaban por sus mentes.
«Después de lo que hizo Jaime, ¿por qué el Señor Llano no lo corrió? ¿No debería haberlo despedido de inmediato?».
«¿Será que hay algo entre ellos entre bastidores? ¡No puede ser! Basado en la forma en que se hablaron hace un momento, ¡es obvio que ni siquiera son amigos!».
«¿De dónde sacó el valor para golpear a Santiago? Además, ¿por qué el Señor Llano no hizo nada al respecto?».
Mientras María se ocupaba de atender la cara hinchada de Santiago, no podía dejar de mirar a Jaime.
Poco después, los camareros empezaron a traer los platos. Cada uno tenía un aspecto apetitoso y caro.
Solo cuando la mesa se llenó de suntuosos platos, las miradas se apartaron de Jaime. En ese momento, todos salivaban ante la visión de tan lujosa comida.
Durante toda la cena, Javier no comió nada. En cambio, no dejó de mirar su reloj como si esperara con ansias que ocurriera algo.
—Jaime, necesito ir al baño. —Hilda se levantó y salió de la habitación.
Al cabo de unos minutos, volvió corriendo a la habitación, ansiosa. Su rostro estaba tan pálido como una sábana cuando se sentó junto a Jaime.
—¿Qué pasa, Hilda? —preguntó el hombre.
—Nada, no pasa nada. —Sacudió la cabeza con fuerza.
Pero tan pronto como terminó su frase, la puerta de la habitación se abrió de una patada. Entonces, cuatro hombres fornidos entraron por la puerta.
—¡Oye, muchachita! ¿No te diste cuenta de que me golpeaste? ¿No tienes que disculparte? —le preguntó uno de los hombres a Hilda.
—F… fue un accidente. ¡Lo siento! —Se levantó de golpe y empezó a disculparse con los hombres.
Mientras todos se escandalizaban por la enérgica entrada de los hombres, Javier esbozó una imperceptible sonrisa.
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