—É-él... ¿lo detuvo?
Todos se quedaron sin aliento mientras Kevin sujetaba con firmeza el brazo de Miqueas, que era más fornido que el de un hombre común. ¿Quién hubiera pensado que ese muchacho delgado tenía una fuerza tan implacable? Por otro lado, Miqueas comenzó a temblar del miedo ya que descubrió que no podía mover el brazo del agarre de hierro de Kevin cuando intentó soltarse.
—¿Qué sucede? ¿Qué hiciste, maldito?
El rostro de Miqueas estaba rojo de la humillación y enojo que sentía en ese momento y, desesperado, estiró el brazo izquierdo hacia Miqueas; sin embargo, Kevin permaneció firme como una roca al ver el ataque repentido. ¡Ni siquiera se defendió! No obstante, utilizó el brazo derecho de Miqueas para sujetar el puño volador a la parte trasera del asiento del frente.
—Siéntete libre de golpearme si tienes un tercer brazo.
Miqueas tenía los brazos enlazados, atascados como si estuvieran bajo cemento. No importaba cuánto se movía, no podía liberarse del agarre de Kevin. Pronto, el sudor de su frente comenzó a caer por su rostro.
—¿Quién hubiera pensado que elegiría a la persona equivocada hoy? Dime qué quieres —gruñó con los dientes apretados.
—Tienes dos opciones —dijo Kevin sin vueltas—. Uno: lanzaré a los dos por la ventana como la mujer sugirió, o dos: arrodíllate hasta que lleguemos a la estación.
Al escuchar eso, Miqueas miró hacia atrás y fulminó con la mirada a la mujer; se veía furioso. El autobús estaba viajando por la autopista. Si Kevin los lanzaba hacia afuera, el hombre quedaría hecho pedazos en el próximo segundo; sin embargo, ¿cómo podría escoger la segunda opción?
—Maldito, te sugiero que lo pienses bien. También te diriges a Ciudad Clesa, ¿no? No me pasaría de la raya si fuese tú. Quién sabe, ¡quizá nos volvamos a encontrar! —Miqueas lo amenazó de forma espeluznante con los ojos entrecerrados.
—Entonces será mejor que reces para no encontrarte conmigo en Ciudad Clesa. —Kevin rió y dijo con indiferencia—: Contaré hasta tres. Si no tomaste una decisión para ese entonces, lo haré por ti.
—Tú…
Miqueas no podía creer que el hombre estaba repitiendo sus palabras. Eso era aún más humillante que ser golpeado en el rostro.
—Tres… dos…
Kevin no le dio tiempo para pensar y comenzó a hacer la cuenta regresiva como si cantara una maldición.
—Yo… ¡yo me disculparé! —gritó apresurado Miqueas, aterrorizado por la actitud intimidante de Kevin—. Lo lamento. Buscaré otro asiento…
—Uno. —Después de que Kevin pronunció el número final de manera entretenida, le recordó con indiferencia—. Te lo dije. Solo tienes dos opciones.
Entonces, ejerció un poco de fuerza con sus dedos y el brazo de Miqueas comenzó a doblarse. ¡Crac! Se escuchó como se quebraba el brazo de Miqueas y, de inmediato, el hombre gritó de dolor, ahogando la música del vehículo. El dolor era tan fuerte que sintió como si el mismísimo Satanás lo hubiera maldecido.
—¡Ayyy! ¡Mi brazo!
Tan pronto como Kevin lo soltó, Miqueas abrazó su brazo y gritó de dolor mientras giraba en el suelo. Estaba en una posición tan humillante que se veía como un animal que había comido veneno de rata; sin embargo, nadie lo quiso mirar.
—Yo… Yo elegiré la segunda opción. Me arrodillaré…
—Abuelo José, ¡hay alguien aquí!
En pocos segundos, un anciano con una camisa blanca salió del segundo piso, gritando:
—¡Oigan mocosos!, ¿no pueden dejar que un anciano descanse un poco?
Kevin pensó que lloraría cuando viera al anciano de nuevo, pero se quedó sin habla.
—Abuelo José.
A José Vargas le tembló la boca de manera inconsciente, haciendo que su barba se moviera mientras observaba al muchacho erguido en la puerta. Con incredulidad, se apresuró hacia el joven.
—Tú… —dijo con voz temblorosa mientras se frotaba los ojos—. ¿Eres Kevin?
—¡Soy yo, abuelo José! —Kevin abrazó al anciano con entusiasmo—. ¡He vuelto!
—Bien, bien. Bienvenido a casa… —dijo José mientras le daba palmaditas a la espalda. Pero cuando intentó decir algo, un niño pequeño se acercó corriendo hacia ellos, llorando—. Abuelo José, ¡Bastián se desmayó!
—¡Maldición! El niño tiene un problema cardíaco. ¡Debe haber tenido una recaída por jugar salvajemente! —Se preocupó José—. Te contaré sobre tus hermanas después de llevarlo al hospital…
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