Dayana Berlusconi
Al despertar mi pequeño Dylan está con sus ojos abiertos pataleando, sonrió y acaricio su mejilla observando como su boquita forma una sonrisa de encías, Sergey me dejo en su habitación y es extraño, pero no voy a cuestionarlo, suspiro y me levanto tomando a mi hijo para regresar a mi aposento.
Busco ropa para Dylan y así poder bañarlo, darle de comer y luego prepararme para bajar a desayunar, ya que por órdenes del señor Ivanov no puedo quedarme en la habitación. Por un lado me agrada porque me cae muy bien Mía y su esposo.
Cuando termino bajo al comedor donde enseguida Mía toma a Dylan y me da mucha lástima que sea estéril, se nota que hubiera sido una buena madre. No adopta por motivos de este mundo en el que está involucrada y ese es su único pensamiento reconfortante por el cual no puede tener hijos.
Eso a mí no me reconforta, ya que cualquier mujer que desee ser madre merece serlo en el momento que se sienta preparada para dar ese paso tan importante en su vida, Mía merece todas esas emociones que te genera el embarazo y la emoción más grande de toda es cuando vez por primera vez ese pequeño ser que cargabas en tu vientre.
—El doctor me explico sobre la gripe de Dylan, espero se mejore pronto, —comenta el esposo de esta.
—Me asusté mucho, —murmuro.
—Mía también estaba preocupada, pero me comento el señor Ivanov que Sergey se encargó de buscar el mejor pediatra del país, —eso no lo sabía, suspiro.
—Mi hijo es un dolor de cabeza, —reprocha con su ceño fruncido—. Mira la hora que es y todavía no regresa, es un desconsiderado, —se nota preocupado.
—Si quieres puedo ir por él, —el señor Ivanov lo mira por varios segundo y asiente, pero en ese momento ingresa Sergey, se nota que estuvo de fiesta, ya que sus ojos muestran unas ojeras y tiene cara de pocos amigos.
—Tú, sígueme, —me ordena, me quedo quieta y miro a Mía que asiente, suspiro para ponerme de pie y seguirlo en silencio hasta su habitación, Sergey se quita su camisa dejando su torso al descubierto—. Te he dado todo el tiempo del mundo, —señala.
—¿De qué hablas? —frunce su ceño y camina hasta mí, pero retrocedo hasta chocar con la pared, se queda parado frente a mí y coloca sus manos a cada lado de mi rostro.
—No te hagas la tonta, —reprocha—¿Por qué aún no te he tomado? —se cuestiona así mismo. —Nada me lo impide, —me observa y hace una mueca, no tengo nada que decir—, eres hermosa y eso es algo que me encanta, —los nudillos de su mano derecha frotan mi mejilla y puedo sentir el olor a alcohol que tiene.
—¿Estás borracho? —pregunto, se ríe.
—Un poco de todo, pero eso es algo que no te incumbe, —señala.
—¿Qué quieres Sergey? —hace una mueca.
—Deja de cuestionarme, —me besa y quedo petrificada ahí mismo, no le correspondo y eso parece molestarlo, ya que muerde mi labio inferior y gimo de dolor sintiendo al poco rato el sabor a hierro inundar mi boca. —¿En serio te niegas a besarme? Dayana, soy tu dueño, —señala—. Eso es algo que debe quedarte claro ¿entendido? —No respondo—¡Maldición mujer! —su puño se estrella contra la pared y me sobresalto.
—Por-fa-vor, —susurro temblando del miedo.
—¡Cállate! Me incomoda solo escucharte, —suelta y su cuerpo se presiona contra el mío, Sergey se desploma y me asusto.
—Sergey, —me arrodillo y sujeto su rostro, no entiendo que le sucede, convulsiona y con mucho esfuerzo lo pongo de lado para que ese líquido que sale de su boca no se vaya a sus pulmones.
Puedo dejarlo morir, pero eso sería un cargo de conciencia muy grande, no soy como ellos y nunca lo seré.
»¡Ayuda! —Grito—¡Mía! ¡Señor Ivanov! —exclamo en busca de auxilio y no pasa mucho tiempo para que la puerta sea abierta por varias personas.
—¿Qué le has hecho? —cuestiona el señor Ivanov alejándome de su hijo.
—Yo no he hecho nada, él solo estaba alterado y de un momento a otro se desplomó, —suelto asustada, Mía se arrodilla a su lado y toma su pulso para luego revisar sus parpados.
—Tiene una sobredosis, —comenta.
—Mierda Sergey, —reprocha el señor Ivanov.
—Ayúdenme a llevarlo al baño, —con cuidado lo llevan y me quedo allí tirada hasta que una de las trabajadoras llega con Dylan, suspiro y me levanto para tomarlo.
Espero que Sergey Ivanov, no se muera porque ahora mismo el único que me mantiene unida a mi hijo es él.
(…)
Observo a Dylan dormir y son la una de la madrugada, no he sabido nada de Sergey, supongo todos piensan que es algo que no me interesa, pero me preocupa que no se salve de eso, suspiro y llevo al pequeño a su cuna para luego salir de la habitación e ir hasta la de ese hombre, con mucha inseguridad ingreso y esta su lámpara encendida mientras allí esta esté en su cama dormido.
Me acerco y lo miro, se nota tan apacible y nunca imagine que alguien como él tuviera vicios de drogas, pero bien dicen que caras vemos y corazones no sabemos, suspiro y me alegra que esté vivo.
—¿Viniste a ver si morí? —su pregunta me asusta, pero respondo.
—Si hubiera querido dejarte morir, lo hubiera hecho, —anuncio.
—Lo sé y te lo agradezco, —su sinceridad es verdadera.
—Donovan, —me llama.
—No me molestes ahora Henry, —pido, se acerca y deja algo a mi lado.
—Es lo único que puedo darte de tu pasado, —giro mi rostro y solo veo una cadena con una D, no me da indicio de nada.
—¿Una cadena?
—La traías puesta cuando te encontraron malherido, —asiento y la tomó, no me da pista de nada porque pudo ser algo hasta comprado por mí.
Henry se marcha y no despego mi mirada del medallón.
»Mi regalo, —anuncia esa mujer sacando una cadena de su bolsillo—. No he visto ninguna en tu joyero, ni te he visto utilizarla, tal vez no te gusten, pero si es así, me avisas y puedo buscar otr…
—Me gusta, —la detengo, observo el medallón y es una D, me pregunto si es de su nombre o el mío.
—La suerte, es que ambos tenemos las mismas iniciales, —anuncia sacándome de duda—. Son nuestros nombres, —comenta.
—Ya casi lo pregunto, pero me parece que usted señorita Berlusconi hizo una maravillosa jugada.
Ese fragmento de recuerdo llega a mi memoria, pero solo es una voz de una mujer de la que no logro identificar su rostro, no entiendo absolutamente nada y pienso en esa manera de llamarle, señorita Berlusconi es lo que dije.
—¿Termino de inspeccionar mi lugar de trabajo? —se asusta al escucharme. Lleva su mano hasta su pecho y se gira para mirar hasta mi escritorio, y llevo mi mirada hasta mi computador y tecleo en ella. Al no escuchar nada de su parte alzo mi mirada hasta la joven y no puedo evitar fruncir mi ceño. —Señorita… —miro la tableta en busca de su apellido, —Berlusconi ¿se encuentra bien? —Cuestiono.
—Sí, discúlpeme señor Bristol, —responde rápido, se ve algo nerviosa, señalo la silla frente a mi escritorio y obediente camina hasta esta, toma asiento.
—Es usted una mujer muy preparada señorita Berlusconi, pero al mismo tiempo es una irresponsable…
Ese recuerdo llega y un dolor de cabeza también, jadeo y presiono mi sien, no comprendo por qué solo es la voz y no su rostro, y tampoco porque estoy recordando personas que tal vez no tuvieron importancia en mi vida, es claro que esta mujer solo fue mi secretaria.
No necesito recordar más de esto y guardo la cadena en mi pantalón, ya que si sigo forzando puedo terminar en coma y es algo que no debo permitir en lo absoluto, no ahora que mi mente parece cooperar con mis deseos de saber todo lo relacionado con estos once años perdidos.
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: El santo millonario