—Claro que lo hice, ya no razonaba nada, solo podía pensar en sexo y tenía aquel caramelo ante mi boca... así que la abrí, lamí su polla, la chupé y al final me la tragué. Dios, qué rica estaba... Borja me sujetó por la cabeza y empezó a follarme con ella, tratándome sin miramientos, como la zorra y puta que soy...
Aquello me hizo enloquecer y, abrazándome a ella, la tumbé
sobre la cama quedando yo encima de ella, siendo yo ahora
el que la penetraba con furia, no dándole tregua y totalmente
fuera de mí, haciéndola enloquecer y arrancándole un nuevo
orgasmo. Sara quedó un breve instante en éxtasis mientras
yo seguía bombeando sin descanso, provocando que al poco
volviera a entregarse al placer que mis embestidas la estaban
provocando.
-Pedazo de puta estás hecha... comerte otra polla que no es
la mía... a saber qué más le hiciste al desgraciado ese... -le
dije con rabia mientras seguía taladrando su encharcado
coño.
-Solo comérsela, cielo... te lo juro... eso sí, me tragué toda
la leche que descargó en mi boca...-dijo provocándome.
Y vaya si lo hizo. Con un ritmo brutal y con el sonido de
nuestros gemidos y nuestra respiración agitada, el traqueteo
de la cama y el chocar violento de nuestros cuerpos sudados,
acabé de arrancarle un nuevo orgasmo a la vez que me
tocaba ahora a mí descargarme dentro de ella, liberando la
tensión tras toda aquella historia ficticia pero sumamente
excitante. Caímos los dos, el uno al lado del otro, exhaustos los dos
pero plenamente satisfechos tras otro polvo antológico. No
dijimos nada, tal como estábamos buscamos acoplar nuestros
cuerpos cansados, nos abrazamos y nos entregamos a los
brazos de Morfeo.
El domingo me despertó el sonido del móvil alertándome
que era la hora de levantarse. Teníamos que dejar el hotel
antes del mediodía y nuestro tren salía a primera hora de la
tarde. Me dolía todo después del trajín de la pasada noche y
el escaso descanso para reponer fuerzas.
Mi cuerpo pedía a gritos seguir durmiendo pero sabía que no
podía ser. Me incorporé en la cama y alargué mi brazo para
acariciar la espalda desnuda de Sara que seguía durmiendo
ajena a todo. Se agitó al notar mi caricia pero siguió sin dar
señales de vida y yo proseguí recorriendo su espalda hasta
alcanzar su nalga desnuda que amasé con fruición.
Ahora sí que empezó a reaccionar a mis estímulos y movió
levemente la cabeza, buscándome, mirándome con aquellos
ojos soñolientos rogándome que la dejara en paz un rato
más.
-Despierta dormilona -le dije- tenemos que arreglarnos y
recoger todo para dejar la habitación.
-¿Ya? ¿No nos podemos quedar una semana más? -dijo en
apenas un murmullo.
Ojalá. Lo que habíamos vivido esos días era inolvidable, un
cambio en nuestras vidas sin marcha atrás y yo feliz con ello.
Si por mi fuera me quedaría para siempre en aquella ciudad
donde tanto habíamos disfrutado los dos. Pero era hora de
volver a nuestro hogar, donde podríamos seguir gozando de
nuestra nueva forma de vivir la vida aunque supuse con algo más de freno. No creía que allí Sara se atreviera a mostrarse
tan desinhibida como aquí pero, tiempo al tiempo.
-Venga va. Voy a darme una ducha y cuando salga no quiero
verte en la cama -le dije levantándome y yendo desnudo al
cuarto de baño.
-Ese culito... -sentí a mi espalda.
Me giré para encontrarme con su mirada que no perdía
detalle de mi cuerpo desnudo. Sus ojos brillaban excitados,
se mordía su labio inferior de forma sugerente y la visión de
su cuerpo, ahora medio ladeado, dejando entrever la silueta
de sus pechos, hizo que empezara a empalmarme de nuevo.
Pero no podía ser y me apresuré a meterme en el cuarto de
baño y cerrar la puerta tras de mí. No me fiaba un pelo de
Sara y no teníamos tiempo que perder.
Estuve largo rato bajo el agua, intentando aligerar el
cansancio que tenía y aliviar la calentura que mi mujer
siempre conseguía provocar en mí. Cuando acabé, me lié con
la toalla y salí para vestirme. Pero no acabé de hacerlo ya
que, al abrir la puerta, lo primero que sentí fueron los
gemidos ahogados de Sara.
Asomé levemente la cabeza y contemplé, en la cama y
totalmente abierta de piernas, a mi mujer con una mano
estrujando sus tetas alternativamente y la otra perdida en su
sexo, frotando con vigor su clítoris y buscando alcanzar el
orgasmo y aligerar la calentura que yo no había querido
aplacar.
La imagen era enormemente excitante y no tardé en tener
una erección considerable bajo la toalla húmeda. Miré la
hora apurado y luego el cuerpo de mi mujer, indeciso. Al
final, como siempre, la excitación pudo más que la razón. Me desprendí de la toalla y avancé hasta la cama cogiendo
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